Por: Dardo Gasparre
Con la simplificación dialéctica que nos caracteriza, sobre todo al periodismo, calificamos rápidamente de fascismo y de escrache a las agresiones verbales grupales o individuales espontáneas que están sufriendo algunos ex funcionarios kirchneristas. O las descalificamos, más bien.
No son aceptables esos actos, ni son recomendables, ni resultan plausibles de ningún modo, espontáneos o no. Pero no deberíamos apresurarnos a calificar a la sociedad de totalitaria o cobarde por esos sucesos.
Luego de doce años de autocracia creciente, rematados por ocho bajo el pie de una señora que hablaba con Dios y desde un púlpito en cadena lanzaba bravuconadas y admoniciones sobre las cabezas de los ciudadanos, la sociedad está corroborando que fue gobernada por una banda de ladrones despreciables y desaforados.
Si bien esa situación no es novedosa, la fuerza de las imágenes, de las declaraciones de algunos cómplices, la exhibición de mansiones, los montos, los mecanismos de robo y ocultamiento, el cinismo de los personajes, la impunidad, la grosería de los modus operandi, las cifras que se manejan, los nombres que van apareciendo y la evidencia de que todo está podrido, han indignado a la sociedad hasta la bronca.
Esto se agrava porque crece el convencimiento popular de que los juicios y las investigaciones no seguirán hacia arriba, ni hacia los costados, es decir, hacia los grandes cómplices privados, ahora en franca simbiosis con el nuevo Gobierno.
Y no fue menos irritante la presencia de la señora de Kirchner haciendo su acting bailantero ante la Justicia, una burla inaceptable para quienes ya han empezado a pagar las consecuencias, no del desgobierno, sino del expolio del kirchnerismo. A lo que debe agregarse el escrache al juez con una turba insultante de 15 mil personas.
Observar a muchos representantes de la Justicia fingiendo diligencia y compromiso, pero en realidad embrollando las causas, ha convencido a los más atentos de que hay un acuerdo o, por lo menos, un clima de impunidad en el aire.
Muchos de quienes sintieron que con su voto cambiarían el sistema corrupto nacional tal vez están empezando a recalcular. El caso del dólar futuro, cuya lista de compradores sigue siendo un secreto de Estado, y la filtración de algunos nombres de actuales funcionarios en ella no es un paño frío ético adecuado para esta situación.
La sociedad está enojada. Sabe que está dirigida por un Congreso y una Justicia que no son distintos a los que perpetraron o consintieron la depredación. Y tampoco siente que el Ejecutivo esté seriamente de su lado en esta lucha, en especial por su asociación con los mismos chupasangres del gasto y la corrupción de siempre.
En tales condiciones, no es sorprendente que, cuando encuentra a algún representante conspicuo de la violación sufrida, le haga sentir el peso del escarnio y el repudio. Eso cobra más fuerza cuando el repudiado ha estado atado a los sectores más prepotentes y patoteros de la asociación gobernante hasta el 10 de diciembre.
Ante la impotencia, la sociedad reacciona obligando a los ladrones a vivir encerrados en sus mansiones o a huir en clase ejecutiva adonde está su dinero, o el nuestro, mejor dicho.
Además de repudiar la actitud espontánea, deberíamos preguntarlos si no es preferible que la bronca se canalice de ese modo, por criticable que fuese, en vez de que estalle de maneras más duras, más dolorosas y más peligrosas.
Hay un paralelo con 2001, cuando la consigna de la población indignada fue el “Que se vayan todos” y los políticos se asustaron seriamente. Peligraba la esencia de su monopolio.
Rápidamente desactivaron el apotegma, con una combinación de acciones violentas en las calles y un giro en la discusión promoviendo el cambio de la Corte (inspiradas por el experto Eduardo Duhalde). Todo apoyado por la providencial corrección política periodística que rápidamente salió a explicar que el concepto era antidemocrático y disociante.
Aunque todavía no se haya explicitado, la ciudadanía está mirando de reojo a todo el sistema político. Se está preguntando si estos son sus representantes y si quiere este monopolio corporativo de la democracia. El simple ejercicio del voto cada dos años, como advirtiera Tocqueville, no parece haberle dado resultado.
Los políticos de hoy, como el señor feudal de antaño, deberían recordar la frase del encabezado. No descalificar el enojo del pueblo. No desvirtuarlo con subtítulos ni con acusaciones de fascismo. La plebe está enojada, pero los fascistas no están del lado de acá del enojo, precisamente.
La sociedad ya votó, democráticamente. Ahora quiere que ese voto se refleje en el accionar de la Justicia. Escrache sería manipular o diluir esa decisión.
No irriten al siervo. Es mejor que no haya ninguna impunidad para nadie en nombre de la gobernabilidad. O la ingobernabilidad vendrá por otro lado.
Quien quiera oír que oiga.