¿Qué es lo que lleva a un círculo de las élites dominantes a justificar conversaciones con las FARC en términos tan humillantes para la población y para el estado? No podemos darnos por satisfechos con la respuesta simple de que, de pronto, en un arranque de lucidez, se dieron cuenta que la máxima de los hippies sigue vigente, o que se tragaron el cuento de que, esta vez, sí, las FARC quieren la paz. Intentemos, entonces, algunas hipótesis.
En el pensamiento de exponentes de esas élites se detecta una especie de sentimiento de culpa respecto de lo que dejaron de hacer en el pasado. Hablan de una deuda histórica, en particular con las comunidades campesinas. Ceden a la tesis política de la reforma agraria a la usanza de buena parte del siglo XX sintetizada en la consigna “la tierra para el que la trabaja”, como si en una economía globalizada, altamente competitiva e industrializada extendida a la producción agrícola, pecuaria y alimentaria, la pequeña explotación de campesinos individuales tuviese perspectivas de éxito. El cerebro de las negociaciones de paz, Sergio Jaramillo, considera que los procesos anteriores de han fracasado en erradicar la violencia porque el Estado no impulsó políticas de desarrollo territorial autónomo. En tal sentido se da validez a la tesis de las “causas objetivas” de la violencia. Se evidencia en ese discurso un tufillo moralista, que pasa por alto que un católico pecador no se confiesa con el diablo.
Otra línea de explicación se expone en cócteles y cafetines, en tertulias y reuniones. Es más una opinión que un discurso formal. En ese ambiente se ventilan percepciones que minimizan el poder de daño de las guerrillas y de su proyecto político. Se tiende a creer que no hay ningún problema en proporcionarles una salida política a unas guerrillas que la estarían buscando, de tal forma que una vez firmen la paz en términos tan favorables como los ofrecidos por el presidente Santos, desaparecerá el peligro. Creen que están derrotadas y bastaría darles una escapatoria hacia la civilidad. No intuyen su pretensión de realizar un giro estratégico, para acoplarse al modelo de revolución bolivariana basado en la intensificación de las luchas de clases, la creación de un ambiente de caos y confusión y el aprovechamiento de las ventajas que brinda la democracia, para, en alianza con “fuerzas democráticas y progresistas”, acceder al poder, cambiar la constitución y seguir el derrotero revolucionario. Esta actitud se puede calificar de subestimación del rival.
Estas y otras consideraciones derivan en la trivialización de los crímenes de lesa humanidad y de guerra cometidos por las guerrillas. Un buen ejemplo de ello lo podemos ver en el llamado del presidente Santos a los colombianos a reconciliarse, como si todos estuviésemos en son de pelea o como si los guerrilleros tuvieran el mismo estatus que cualquier ciudadano honrado y trabajador. Es que no es la sociedad la que ha apelado a la violencia, sino que, como dice el sociólogo Daniel Pécaut en uno de sus libros, es la guerrilla la que está en “guerra contra la sociedad”. Los más ilustrados quieren convencer a la opinión, no sólo de que estas guerrillas hunden sus raíces en larvadas injusticias, sino que, además, encarnan ideales altruistas como si se tratara de alzados en armas que luchan por la libertad, la democracia y contra un régimen despótico.
Tras el ideal de la paz no faltan los ilusos, los ingenuos, los pazólogos dogmáticos, los que aspiran a pasar a la historia y de pronto llegar ser distinguidos con un Nobel de Paz. Los hay que no admiten la más mínima crítica, observación o advertencia acerca de los términos con los que se está negociando. A los que osamos formular críticas nos califican de enemigos de la paz y guerreristas a ultranza, por citar los calificativos más generosos. Tratan de arrinconar a la oposición con el falso dilema: o estamos por la paz o por la guerra, sin matices, sin sustentación.
Han abandonado el debate político e ideológico y optado por el chantaje moral: si la paz fracasa es porque la gente quiso la guerra, no porque la gente no se trague la idea de una paz con impunidad, con comandantes guerrilleros en el Congreso o en altos cargos del Estado. Si las negociaciones de paz fracasan, nos dan a entender, no será por culpa de las guerrillas, porque a ellas si hay que creerles.