Tan socorrida como la paz circula ahora la palabra “reconciliación”. El jurista Rodrigo Uprimny invita a pensar y debatir el significado de esta noción clave en la resolución de numerosos conflictos en la historia mundial.
Parte el columnista de una pregunta bastante controversial: “¿Podremos los colombianos reconciliarnos después de décadas de Guerra, polarización y atrocidades?” Su pregunta da por sentado que el país está en Guerra hace muchos años, caracterización compartida en amplios círculos académicos de izquierda y liberales “progres”. Que hemos sufrido arbitrariedades y atrocidades no genera gran polémica, pero, usar la categoría de guerra para referirse a unas “partes” tan disímiles como un estado y un gobierno legítimos de un lado y un grupo de criminales de Guerra, sí que amerita un buen debate.
Uprimny otorga, sin presentar un debido y mínimo soporte, a un proyecto de revolución comunista fracasado nacido en el apogeo de la Guerra Fría en la America Latina de los años sesenta, una calificación que tiene más de ideológico que de histórico y político. No se puede negar que hay un conflicto armado, porque las guerrillas no disparan flores ni divulgan ideales democráticos. Tampoco se puede desconocer que su pretensión de levantar al pueblo colombiano contra la “dictadura oligárquica” no tuvo eco, las cifras de favorabilidad para ellas nunca han superado el 3 o 4 por ciento. Los movimientos sociales y políticos de corte revolucionario y reformista se han visto más perjudicados que favorecidos por el accionar de las guerrillas.
Ahora bien, es válido preguntarnos ¿por qué los defensores del proceso entreguista de paz del gobierno Santos, en contravía de la rigurosidad que se requiere en el lenguaje político, utilizan esa retórica generalizadora sobre la violencia, las víctimas y las atrocidades que nos convierte a todos, por igual en victimarios y violentos? ¿Por qué plantean el problema como un asunto de reconciliacion? Nos tendrían que demostrar que las FARC, el ELN y otros grupos ilegales, igual de terroristas, crueles e irrepresentativos han surgido como fruto de la persecución, la discriminación y la represión política y no de proyectos ideológicos revolucionarios comunistas.
Ahora bien, las guerras y los conflictos armados no terminan todos de la misma manera. Quiero decir que la idea de reconciliación no siempre es pertinente ni siempre significa lo mismo. Me imagino que nadie les enrostraría a los Aliados el no haber buscado la reconciliación con los Nazis, o a los pueblos que sufrieron el yugo soviético estalinista que no se reconciliaran con los invasores o a los que sufrieron a dictadores estilo Ferdinand Marcos, Anastasio Somoza o Nicolae Ceasescu que no los hubiesen perdonado. Y no es solo por un asunto de la correlación de fuerzas, de que en esas experiencias hubo un final de derrota, sino también por la existencia de unas abismales diferencias y heridas tan profundas que la única opción era la derrota o abatimiento del opresor o la expulsión del invasor. Con esas ideologías y regímenes la humanidad democrática no podía desear la reconciliación. Agresores de esa clase fueron condenados a reparar a sus víctimas a pagar multas enormes a pedir perdón y a expiar sus crímenes en la cárcel y en algunos casos hasta con sus vidas.
La lucha contra el fascismo el nazismo y el comunismo, teorías y sistemas totalitarios, antidemocráticos y criminales que exterminaron y oprimieron a millones de personas en nombre de una raza, clase o nación superior, no clasifica como conflicto de exclusión o discriminación en los que sí se justifica pensar en términos de reconciliación. Más allá, la historia mundial registra casos de reconciliación después de guerras devastadoras como la de secesión norteamericana o la que se registró entre negros y blancos en Surafrica con el derrumbamiento del Apartheid.
En el caso colombiano la idea de reconciliación de sentido religioso que supone el retorno a un ideal mundo fraterno, no aplica, como bien lo reconoce Uprimny. Pero, de allí no se desprende que solo queden dos alternativas, la negación de su posibilidad alegando diferencias insalvables como ocurrió con el nazismo, el fascismo y el comunismo en algunos países, que supone la derrota total, el arrasamiento sin piedad de los enemigos del estado y de la institucionalidad, que algunos atribuyen perversamente, como la opción que propone el uribismo. Ni tampoco la de la impunidad que impulsa el gobierno Santos y sus adláteres en la academia, que significa pensar a los criminales de guerra y a genocidas como iguales al estado, que no expiarían sus culpas en prisión y que podrían ocupar cargos públicos y en organismos de representación popular.
Hay un camino realista que no se ubica en ninguna de las anteriores. Me refiero a una opción que atraviesa casi todos los discursos, pero, sobre la que hace falta observar mayor constancia, precisión y decisión. Se trata de la consabida justicia transicional que conlleva al reconocimiento y reparación de las víctimas por parte de las guerrillas, el estado ya lo está haciendo, a la petición pública de perdón, a la refrendación del compromiso de no repetición y de contribuir al esclarecimiento de verdades judiciales y a la entrega de las armas por parte de quienes, infructuosamente, pretendieron cambiar el orden de cosas a través de la lucha armada. Sería como tragar sapos en vez de los cocodrilos que pretende Santos.