El presidente Santos, abusando de las formalidades de la diplomacia, ha llegado al extremo de pedirle a gobiernos extranjeros que intercedan ante las Naciones Unidas para que la CPI no interfiera la paz de Colombia y, a ofrecer sus servicios para gestionar ante el gobierno americano la suspensión de la extradición de líderes de las FARC comprometidos con el narcotráfico.
Cuando el presidente declara “No creo que ningún guerrillero vaya a entregar las armas para ir a morir a una cárcel norteamericana”, se convierte en emisario de las exigencias de las FARC degradando la dignidad de su cargo.
Para entender el abismo inmoral en el que ha caído el Gobierno Santos habría que reseñar la cadena de ominosas claudicaciones en las que ha incurrido a lo largo de un proceso que de meses es ahora de años. Bástenos en este artículo con apelar al ejercicio de la memoria para recordar con quiénes estamos negociando.
Hay que reiterarles a los colombianos y a los amigos del exterior que no estamos discutiendo si se debe o no negociar con terroristas. Que no abogamos por llevar a la cárcel a todos los guerrilleros ni esperamos una paz perfecta ni una justicia total. Claro que se puede y se debe negociar con organizaciones terroristas. Hay suficientes experiencias al respecto, no seríamos los primeros ni seremos los últimos.
La clave en nuestro caso radica en entender que el Estado colombiano está negociando con una organización calificada de terrorista por la Unión Europea, Estados Unidos y Canadá entre otras naciones y que se negocia con el fin humanitario de evitar más sufrimiento y más muertes. Dicha caracterización daría para no concederles estatus de contraparte ni reconocerles un poder superior al que tienen o una representación que no poseen.
Pero Santos se comporta como si estuviera negociando con unos rebeldes con causa. Lo hace con un fastidioso estilo consistente en tirar globos, desinflarlos para volverlos a lanzar. Con el Fiscal Montealegre y el expresidente Gaviria quiere llevar el país a firmar un acuerdo sin respetar los “mínimos de justicia” que exige la comunidad de naciones y la Corte Penal Internacional a la que Colombia pertenece.
Ha ido tan lejos, que solicita a algunos gobiernos hacerse los de la vista gorda respecto de la impunidad a la que le faltan solo detalles. Y que se hagan los de la oreja mocha ante los reclamos de la ONU, la CPI y la ONG Human Rigths Watch. El embajador en España, Fernando Carrillo, explicó a Blu Radio que el canciller español propondrá “en el Consejo de Seguridad de la ONU que se proteja mediante una resolución, un eventual acuerdo de paz… ante la CPI”.
No sabemos ni entendemos porqué Mariano Rajoy cedió tan fácil a tal desatino, allá que lidian con un grupo terrorista del que demandan rendición total, al que no le reconocen estatus para negociar no obstante haber decretado el fin de la lucha armada, algo que las FARC ni siquiera prometen. A Rajoy alguien debe hacerle entender que oficiará no por nuestra paz sino por la impunidad de criminales de guerra y terroristas peores que los etarras.
Al presidente Obama, lo deberían actualizar sobre los hechos de terror que han sufrido sus ciudadanos y empresas y sobre las miles de toneladas de cocaína que han traficado hacia su país. Estados Unidos es el país más amenazado del mundo por fuerzas terroristas, entre las que se encuentran las FARC, cuyos jefes son un resabio de la “guerra fría” que defienden un proyecto narco-comunista basado en el odio de clases.
La idea no es pedirles que se opongan a la negociación o a la rebaja de penas, sino, que le demanden al gobierno colombiano exigir la entrega de armas, imponer penas de cárcel y negar elegibilidad política para jefes guerrilleros condenados por delitos como: el secuestro sistemático de civiles, el reclutamiento de miles de menores, el arrasamiento con armas artesanales y letales de decenas de poblaciones, la voladura de un club social repleto de civiles y de una iglesia con más de cien fieles que huían de un combate, la siembra indiscriminada de minas antipersonal que han dejado miles de muertos y mutilados, el asesinato a sangre fría de los diputados del Valle del Cauca, los concejales de Rivera, del exministro de Defensa y el gobernador de Antioquia. No son, pues, luchadores justicieros ni excelsos demócratas ni perseguidos políticos.
Esos delitos no son, hoy en día, merecedores de indulto o amnistía ni excarcelables, como si fuesen conexos con la rebelión, otro de los adefesios penales y morales que pretende validar el gobierno. La comunidad de naciones, después de agotadoras negociaciones, alcanzó un consenso al crear la CPI, organismo que por fortuna insiste en la obligatoriedad de castigar con prisión a los culpables de delitos atroces, calificar ese logro como un capricho o decir que es una obsesión respetar su estatuto es ofender al mundo civilizado.
Los gobiernos inglés, francés y sueco –este último tolera en su territorio a ANNCOL, portal de las FARC- están obligados a ser consecuentes y coherentes con el deber moral y ético de luchar contra todo tipo de terrorismo y en exigir que toda negociación con esas fuerzas debe estar precedida por la renuncia a la violencia y la intención de someterse a la Justicia Transicional.