Panqueques

Diego Rojas

La elección del nuevo Papa, esta vez de origen argentino, no sólo da cuenta -en términos generales- de la perseverancia en el poder de sectores que representan al poder monárquico absolutista, el oscurantismo anti científico y la política teocrática, sino que también revela las miserias (una vez más) de la progresía local.
Una progresía que (quizás buceando en la memoria por aquellos viejos principios que alguna vez atinó a defender), en un primer momento, quiso escarbar en las denuncias reiteradas sobre cierto accionar oscuro de Jorge Bergoglio (hoy Francisco) durante la dictadura. No digamos que haya querido que el Vaticano se opone al aborto legal y es responsable en algún grado de la muerte de cientos de mujeres que fallecen al año por esta causa, que es enemigo del matrimonio igualitario (“plan del Demonio”, lo llamó textualmente Francisco) y de los homosexuales en general, y que es una cueva de protección de pedófilos además de un centro de negocios mafiosos de nivel internacional. No fue para tanto. Sin embargo, la progresía planteó objeciones al elegido monarca y a la institución monárquica en sí. Fueron unas primeras, pequeñas, pocas horas. Luego todo se transformó. Es que llegaba el momento de los panqueques de la nación. Fue una evolución perceptible, vergonzosa.

Basta con mirar las tapas del diario Página/12, que fuera en algún momento un reducto de la “intelligentzia” de izquierda -que en cierto momento se caracterizara por ser un espacio crítico-, para comprobar una postal de la degradación. Conocida la asunción de Francisco, el jueves 14, Página tituló: “¡Dios mío!”. Señalaba: “El alto prelado ha sido denunciado por complicidad con la dictadura militar, mantuvo una relación conflictiva con los gobiernos kirchneristas y fue un tenaz opositor al matrimonio igualitario y las políticas de educación sexual y salud reproductiva”. El viernes 15 planteaba: “Visto como un conservador en la Argentina y en un Vaticano medieval desbordado por escándalos de corrupción…”. El sábado 16 titulaba: “La Vatidesmentida” y se enorgullecía por haber sido mencionado como un diario de la “izquierda anticlerical” y porque sus acusaciones sobre el rol de Francisco en la dictadura habían sido desmentidas mediante un comunicado papal. El domingo 17, en una gran nota que ponía en el lugar justo de gran periodista de investigación a Horacio Verbitsky y recuperaba su pluma para textos inclaudicables, Página/12 titulaba: “Iglesia y dictadura” y demostraba sin lugar a dudas el rol del actual Papa en los casos de los seminaristas Francisco Jalics y Orlando Yorio, entregados por el entonces Bergoglio a los militares. Verbitsky exponía pruebas indubitables. El lunes el diario ilustraba su tapa con una imagen de Bergoglio ante la multitud en la Santa Sede y mostraba datos de una encuesta que le pedía al Papa apertura. El martes 19 el matutino daba cuenta de la entrevista de Bergoglio con la presidenta Cristina Fernández y citaba sus palabras: “Fue fructífero e importante”. El miércoles 20 el diario que alguna vez fundara Jorge Lanata con fondos del PRT residual decía en letras molde: “Roma, ciudad abierta” -en referencia a la película de Rosellini– y celebraba textualmente la entronización del cura, además de que destacaba que la presidenta argentina hubiera sido ubicada en primera fila en la ceremonia religiosa. El cuento de Jorge Luis Borges, “Tres versiones de Judas” comienza con un epígrafe de T. E. Lawrence de Los siete pilares de la sabiduría: “There seemed a certainty in degradation”. Una certidumbre en degradación. No existen palabras mejores para describir el periplo del diario de la progresía.

El dirigente kirchenrista (antiguamente, líder piquetero) Luis D’Elía, también dio un curso de cómo derrumbar principios en unos cuantos tweets. Pasó de cuestionar al Papa por los hechos que se le atribuyen bajo la dictadura a elevarlo a una réplica de lo que el cristianismo fue bajo los primeros tres siglos de su existencia, es decir, bajo la persecución, en la clandestinidad, en las catacumbas.

No sólo ellos. La dirigente María José Lubertino, de antigua data y militancia anticlericalista, pasó de rechazar los dictámenes del Vaticano sobre el aborto y la cuestión de la mujer a mostrar su confianza demagógica en el Papa. Ciento ochenta grados de oportunismo. Hubo muchos más, de cualquier manera, regidos por el viraje de la Casa Rosada que pasó de no querer cruzarse a Bergoglio en los Te Deum de todos los años a arrodillarse para besar el anillo blanco y amarillo.

Quizás el más triste episodio de la transformación papal se encuentre en la carta que escribió Hebe de Bonafini, una dirigente de la lucha por los derechos humanos coptada por el Estado desde hace mucho tiempo. Sin embargo, la bajeza de su carta de admiración al Papa sea un signo de los tiempos. Bonafini fue una adalid de la denuncia de la Iglesia argentina bajo la dictadura. Esa Iglesia que calló mientras secuestraban, torturaban y mataban bajo la égida militar. Esa curia católica que tenía entre sus miembros al cura Von Wernich, que rezaba por los torturadores mientras aplicaban la picana eléctrica a los militantes que luego engrosarían las filas de los desaparecidos. Bonafini escribió una carta al Papa en la que abjura de sus protestas contra la Iglesia católica por su actuación durante la dictadura a la vez que ubica a Francisco en el ala izquierda de esa institución, una operación que sólo puede ser realizada en el marco de la fiebre papal que produce candor o mentira.

Darse vuelta, corromper los principios, venderse gratuitamente al adversario. Esas fueron las operaciones que realizó de manera triste durante estas últimas horas el kirchnerismo. Un modo evidente de acabar con toda convicción. Una forma de mostrar abiertamente la política estatal conducida por la progresía.