Por: Diego Rojas
¿Cómo es la sensación de sentirse arrastrado por el agua inmensa, indetenible; por una ola marrón, continua, cuya fuerza impide levantar el brazo derecho hacia adelante, el brazo izquierdo, nadar, resistirse, salir de allí, respirar? ¿Cómo es el sonido bajo el agua turbulenta, es un ruido reconocible? ¿Cómo es la última sensación de la asfixia subacuática?
Muertos. Arrastrados por la corriente. Ahogados en sus casas. Decenas de personas -todavía es imposible señalar certeramente cuántas- perdieron de esa manera la vida en estas últimas horas y nosotros, los sobrevivientes -porque cualquiera de nosotros podría haber sido uno de esos cadáveres-, atravesamos estas horas entre el horror, la angustia, la indignación, la tristeza. También es cierto que nuestros gobernantes se exhibieron, tal como sucedió cuando la masacre de Once, tal cual son. Como si los rayos X de la Historia hubieran logrado hacer una radiografía perfecta de su miserabilidad.
Tres consultas. Tres veces tuvo que preguntar el derechista jefe de gobierno porteño Mauricio Macri -desde el Club Med de Trancoso, Brasil, donde vacacionaba como suelen hacerlo decenas de empresarios y otro tipo de privilegiados- sobre si debía regresar ante la magnitud de la tormenta que le describían ministros mediante llamados desde Buenos Aires, que se inundaba bajo la lluvia. Tres veces tuvo que preguntar mientras miles de porteños a oscuras, sin luz, experimentaban cómo el agua devoraba todo lo suyo, mientras veían perder sus posesiones, sus recuerdos, los hogares, todo y, muchos, sus vidas. Gritó luego. Gritó cuando regresó. Gritó que no lo dejaban trabajar. Eso gritaba Macri en la conferencia de prensa que brindó. Macri, el hombre que, durante su mandato como diputado, faltó a 280 votaciones de las 320 que se realizaron. El hijo del empresario, empresario él mismo, esposo de Juliana Awada, la empresaria textil de talleres clandestinos y trabajadores esclavos que confeccionaban bajo un régimen esclavista los modelos que Awada diseñaba para niños ricos. “¿Es realmente necesario que regrese?”, dicen que había preguntado ante una tercera llamada en su descanso en un exclusivo Club Med en Brasil. Le habían dicho que sí, que era necesario. Y volvió para gritar.
¿Cómo empieza a latir el corazón cuando en un santiamén el agua sube treinta centímetros dentro de la casa donde se vive y se empieza a desenchufar los electrodomésticos, subir a sillas, colocar sobre mesas los objetos valiosos cuando de pronto el agua sube cincuenta centímetros más, y luego un metro y entonces debe subirse todo al piso de arriba, y quedarse arriba, mientras el agua alcanza un metro y medio en el piso de abajo, donde todo se va perdiendo? ¿Cómo se perciben los gritos de la vecina de al lado, la anciana sola, que pide ayuda, que la implora, mientras el agua le moja los pies, las piernas, la cintura, y se escucha que ruega ayuda, pero nada se puede hacer? ¿Cómo es intentar salvar a una vecina que desde adentro grita, pero cómo es intentar abrir esa puerta imposible de abrir por la presión interna del agua que impide abrirla mientras la vecina grita que por favor la ayuden, que no la dejen morir, mientras se intenta infructuosamente y no, y no llegan los bomberos, no llega nadie, no llega el Estado, la ayuda, no llega la policía? ¿Cómo es ver, cuando clarea el día, cadáveres flotando sobre el agua amarronada que tapa la calle donde se sobrevive?
La Plata. 13:22 del 4 de abril de 2013. Han pasado horas desde una de las noches más desesperantes de la historia de la ciudad, noche en la que las aguas lo inundaron todo. Pablo Bruera, intendente de La Plata, tuitea: “Desde ayer a la noche recorriendo los centros de evacuados. #LaPlata”, con un link a una foto donde se ve a Bruera manipulando unos bidones de agua. El periodista Ramón Indart, de Perfil, sospecha. En la foto hay luz diurna. Chequea. Bruera estaba, como el intendente porteño, vacacionando en Brasil, aunque el platense había elegido Río de Janeiro. Había aterrizado en Ezeiza a las nueve y media de la mañana en el vuelo 1259 de Aerolíneas Argentinas. Había mentido. La foto también era falsa. A las 17:43, Indart publica la información sobre la mentira infame. Minutos después Bruera borra el tuit de la vergüenza. A las 18:40 su jefe de gabinete Santiago Martorelli es interrogado por el periodista Horacio Cabak, en su programa radial, sobre el verdadero paradero de Bruera la noche anterior. Este es el diálogo que mantienen:
Cabak: –Pero más allá de que (Bruera) estaba al frente del operativo, ¿regresó hoy a la mañana?
Martorelli: –No, no, no, ya desde ayer estaba aquí en la ciudad.
Mentiras. Horas después el propio Bruera reconoce la mentira, aunque la atribuye a un error de su “equipo de comunicación”. Mentiras. Su jefe de gabinete había convalidado esa mentira. Mentiras. Bruera mismo usaba la misma camisa de la falsa foto de los bidones para no dar lugar a sospechas sobre la operación que intentaba realizar. Mentiras miserables emitidas para sacar un rédito político en medio de la muerte y la tragedia.
“No voy a renunciar”, dijo -luego de conocida su operación- Pablo Bruera, intendente kirchnerista de La Plata. “Dentro de poquito hay elecciones, los ciudadanos podrán elegir”, argumentó. No iba a renunciar por un tuit. Tampoco lo haría a pesar de que se conocen informes técnicos sobre la posibilidad de inundaciones de esta magnitud desde 2008, informes que señalan que si no se realizan obras para evitar esa posibilidad las aguas podrían taparlo todo en el Gran La Plata, tal como ocurrió en estas últimas horas. Bruera no iba a renunciar por el intento miserable de aprovechamiento político de la tragedia. Tampoco habría de renunciar por los 51 muertos -hasta el momento- evitables que pesan sobre sus espaldas.
¿Cómo se trajina la incertidumbre cuando una hija o un hermano o un padre no llega a casa desde que la lluvia empezó? ¿Cómo se siente empezar, cuando las aguas bajan, a recorrer hospitales, refugios, pegar en sus paredes fotos, publicar en Facebook el retrato del ser querido que no volvió y cómo se hace para no sucumbir y seguir buscando, para no caer desesperados, para informar a la policía que esa persona falta? ¿Cómo se hace para no pensar en las aguas turbias, en las corrientes imparables, en los pozos ciegos y cómo se hace para decidir buscar en morgues y cómo se enfrenta el no encontrar el cuerpo y cómo se hace para escribir un nombre, entonces, debajo de la lista de desaparecidos?
Horas antes de emprender su recorrida por la zona del desastre en La Plata, la presidenta Cristina Fernández firmó un decreto mediante el que se anunciaba el pago de “hasta la suma de dólares estadounidenses dos mil trescientos treinta y cuatro millones novecientos cuarenta y cuatro mil quinientos cincuenta y dos con setenta y nueve centavos” en concepto de pago de la deuda externa, pagaderos con reservas del Banco Central. Un monto que hubiera servido largamente para realizar las obras necesarias tendientes a evitar la tragedia que, a pesar de sus causas naturales, tiene responsabilidades humanas políticas. Luego, la presidenta Fernández voló en helicóptero a Tolosa, la tierra de sus orígenes, una de las zonas más afectadas por el temporal. Frente a vecinos de la región que acababan de perderlo todo, la presidenta se apresuró a asegurar: “Sé lo que es la inundación porque cuando era chica, tendría 13 años, cuando todavía no estaba entubado el Arroyo del Gato, entró el agua en nuestra casa de madrugada”. También dijo: “A mi mamá le preocupa una gran gotera que tiene en el techo porque que tuvo un yerno e hija presidentes pero sigue viviendo en la misma casa de siempre”. Lo decía frente a ciudadanos que ya no tenían nada, equiparando el dolor, la desazón y la angustia a un lejano recuerdo de su infancia. Equiparando la gotera de su madre a la inmensidad de las otras tragedias. Lo hacía imperturbable.
Una compostura que perdió la cuñada presidencial Alicia Kirchner, ministra de Acción Social, que fue recibida en La Plata con gritos de reproche, con enojos contra los funcionarios que provocaban que vecinos inundados le gritaran que era una “ricachona de El Calafate”. Un tenor similar al que les fue dirigido al gobernador Daniel Scioli y, una vez más, a Bruera, intendente de La Plata. “Hay agitadores que no quieren que se los ayude”. Así se refirió a los emisores de los reproches a los funcionarios la ministra Alicia Kirchner. Agitadores. Así les dijo a esos vecinos llenos de bronca, pero también de desesperación. Tal vez Alicia Kirchner haya usado ese término al recordar su gestión como directora provincial de Asuntos Comunitarios de la provincia de Santa Cruz bajo la dictadura, entre 1976 y 1983. En esa época el mote “agitadores” se usaba contra todo aquel que protestara.
El martes, al iniciarse la tragedia natural convertida en un crimen social por obra de nuestros gobernantes, mi amiga Lidia Sonenblum publicó en su muro de Facebook: “Recién terminamos de sacar la basura, de la mugre nos empezaremos a ocupar mañana. La heladera flotó por toda la casa. No sabemos si los marshall y el resto de los equipos (comprados con años de sacrificio) van a sobrevivir. Tiramos colchones, ropa, libros, recuerdos de infancia, fotos, muebles. Los 22 años de Fausto se los llevó la corriente. El chino de la vuelta perdió absolutamente todo. También a la vuelta murió una anciana y me acaban de avisar que también tres nenes en el barrio Mitre. Mientras tanto, a pocas cuadras la Metropolitana y la Federal custodiaban el shopping Dot de Elztain, el nuevo dueño de la ciudad.
Nos gobiernan unos hijos de puta”.
Es un veredicto inapelable.
Nos gobiernan unos hijos de puta.