Por: Diego Rojas
Varias veces estos días se ha repetido que un marxista habría asumido el Ministerio de Economía de la Nación, elegido por la presidenta Cristina Fernández para reemplazar al inaudible Hernán Lorenzino, aquel hombre que se quería ir. El “marxismo” al que adscribiría Axel Kicillof fue destacado tanto como la expresión de una supuesta amenaza roja que implicaría la posible “profundización del modelo” tanto como una característica elogiable, que daría cuenta del giro progresista del gobierno K. Sin embargo, ¿es correcto definir como “marxista” a Kicillof?
Michel Foucault señalaba a Karl Marx, Friederich Nietzsche y Sigmund Freud como los grandes “fundadores de discurso” de nuestra época. Toda elaboración intelectual potente está atravesada, en mayor o menor medida, por los aportes de estos pensadores, que resultan ineludibles y por lo tanto se asemejan padres a los que se retorna siempre o, parafraseando al tango, se parecen a esa casita de los viejos, a la que siempre se está volviendo. De cualquier manera, no es suficiente conocer la estructura del complejo de Edipo para hacerse llamar freudiano, como tampoco lo es citar de vez en cuando a Nietzche para decirse nietzscheano y ni siquiera lo es conocer la obra de Marx y reconocer sus insoslayables aportes a la hora de conocer el funcionamiento del capital para rotularse como marxista.
Karl Marx no sólo fue el gran teórico que desmenuzó los orígenes y el mecanismo del capital -y del capitalismo- sino que, al calor de la irrupción de la clase obrera en los acontecimientos de 1848, publicó en ese año -a los 30 años de edad- el Manifiesto del Partido Comunista, coescrito junto a Friederich Engels, un texto que mantiene una vigencia asombrosa en gran parte de sus postulados. El manifiesto -que comienza con esa frase imborrable ya del imaginario social contemporáneo: “Un fantasma recorre Europa: el fantasma del comunismo”- era un llamado a la acción, una anatomía de los motores de la historia, una explicación de la división clasista de la sociedad, una conminación a la clase obrera a organizar su propio partido para instaurar su propio gobierno, que debía actuar en beneficio de las mayorías populares. Tales principios rigieron su vida intelectual y material y ni un solo momento del tiempo dedicado a escribir la fundamental obra El capital fue en desmedro de su actividad militante, a tal punto que fue uno de los grandes polemistas de la Primera Internacional y, luego de zanjada la discusión con anarquistas y otras tendencias, inspirador de la Segunda Internacional socialista. Toda su vida estuvo marcada por esa fusión entre la producción intelectual y la acción revolucionaria militante. Con estas palabras se defendía su amigo, camarada político y compañero de aventuras intelectuales Engels, en 1883, frente a su tumba: “Pues Marx era, ante todo, un revolucionario. Cooperar, de este o del otro modo, al derrocamiento de la sociedad capitalista y de las instituciones políticas creadas por ella, contribuir a la emancipación del proletariado moderno, a quién él había infundido por primera vez la conciencia de su propia situación y de sus necesidades, la conciencia de las condiciones de su emancipación: tal era la verdadera misión de su vida. La lucha era su elemento”.
La característica esenciales de Marx, de su teoría y de su llamado a la acción -y de su propia acción- consistían en el impulso a abolir las relaciones capitalistas en la sociedad. Un abismo separa al marxismo y Axel Kicillof -quien, además, académicamente se especializó en la obra de lord John Maynard Keynes, un reformador del capitalismo-, que ha demostrado en sus años de gestión kirchnerista ser un baluarte de los intereses del capital. Para muestra, basta recordar que fue el impulsor de la falsa “renacionalización parcial” de YPF, para luego ser el artífice de la entrega colonial de los recursos petrolíferos a Chevron. O que con el caído Guillermo Moreno -cuya cabeza fue los mercados que reclaman acelerar los tiempos devaluatorios, pese al carácter beneficioso de Moreno para cierto sector de la burguesía y su carácter ultramontano, patotero y derechista- estructuraron los bonos Baade, que implican también visos devaluatorios ya que plantean un dólar futuro especial para las transacciones relacionadas con la infraestructura. En los pasillos del Ministerio de Economía se discuten los modos y momentos de la devaluación -una medida que tiene como base la confiscación del salario de los trabajadores y mayorías populares- y se señala que podría plantearse un desdoblamiento cambiario, es decir, dos tipos de cambio oficial, aunque la medida iría en contra de los postulados del Fondo Monetario Internacional, organismo con el que el gobierno quiere -necesita- congraciarse. Sin embargo, el jefe de Gabinete Jorge Capitanich -que ofició como superior del nuevo ministro de Economía entre 1995 y 1998, plena era menemista- anunció en su primera conferencia de prensa la línea devaluatoria oficial, al anunciar “un tipo de cambio con flotación administrada”. Kicillof, lejos de ser el ministro marxista, será el ministro del ajuste y la devaluación. Deberán recordar esto los sectores políticos que celebran su ascenso en función de “apoyar lo bueno y criticar lo malo” del kirchnerismo y que están a punto -cuando no lo están haciendo ya- de salir del clóset para abandonar sus ropajes izquierdizantes y pasarse de lleno al oficialismo.
Pero realicemos un ejercicio de ficción. Supongamos por un instante que Axel Kicillof es un hombre del marxismo. ¿Qué posición tomar? Se trata de un viejo debate en las filas de los socialistas y que tuvo su correlato práctico en la primera década del siglo XX, cuando miembros de las socialdemocracias europeas se integraron a gobiernos capitalistas. La agudización de esta tendencia con el inicio de la Primera Guerra Mundial, entre otros puntos, llevó a la fundación de la Tercera Internacional comunista, surgida luego de la revolución de Octubre en Rusia y de la delimitación que la organización de Lenin y Trotski marcaron de los ministros socialdemócratas -mencheviques- que se habían incorporado al gobierno capitalista reformisa que se había erigido luego del derrocamiento del zar. Frente a estas defecciones de los supuestos socialistas que se incorporaban a los gobiernos del capital como ministros, Rosa Luxemburgo señalaba: “Con la entrada de un socialista en el gobierno, la dominación de clase sigue existiendo: el gobierno burgués no se transforma en un gobierno socialista, pero en cambio un socialista se transforma en un ministro burgués”. Sirva la cita para mostrar la enorme vigencia de los clásicos del -verdadero- marxismo.