Por: Diego Rojas
Desgraciados los derechos de las mujeres cuando gobierna la Nación una católica militante y reina en el Vaticano un Papa argentino. Una combinación de circunstancias potente que retrasa más la concreción de una ley básica para el sanitarismo que previene la muerte: aquella que legalizaría la práctica médica del aborto.
Según cifras oficiales se realizan 500 mil abortos por año en la Argentina. El estudio de la Cepal realizado por Silvia Mario y Edith Pantelides, citado por el ministerio de Salud de la Nación, así lo cuantifica y establece que, en promedio, mueren 100 mujeres por año por complicaciones relacionadas con abortos mal hechos. Es decir, cada tres días una mujer muere por esta razón -o sinrazón, mejor dicho-. La cifra de abortos por año es gigantesca: más de mil abortos se producen por día. Esa cifra puede dar cuenta de la magnitud de la falta de lógica de la ilegalidad de esta práctica -y de la criminalidad de sus consecuencias-. En 2012 se aprobó el aborto en Uruguay: las cifras oficiales indican que cesó en absoluto la muerte materna por razones relacionadas con el aborto. Y que el aborto disminuyó incluso sus cifras generales. Una política sanitarista que contemple la legalización de una práctica ya establecida no es sólo una necesidad ética y moral, sino una necesidad material concreta y urgente.
La cuestión de clase es un tópico que atraviesa todo el problema: las mujeres de sectores medios y altos pueden recurrir a los servicios de clínicas privadas que cobran entre 25 mil y 30 mil pesos el aborto en condiciones médicas e higiénicas del más alto rigor. En cambio, los sectores populares no podrían pagar esas cifras y deben recurrir a la precariedad sanitaria que, en casos extremos, se produce bajo la forma de prácticas de curandería y barbarie. Nada de esto parece importarle al “Papa de los pobres”, que insiste con un lobby antiabortista de consecuencias asesinas. Una mujer muerta cada tres días. Es inmoral.
(Una digresión. Acaba de lanzarse una campaña kirchnerista por el Día de la Mujer en el que referentes artísticas de ese espacio político señalan no querer flores y sí en cambio otros derechos. Debe señalarse la hipocresía monumental de esas mujeres que no incluyen entre las reivindicaciones el derecho al aborto -quizás para no enojar a su jefa clerical- a la vez que el olvido de los objetivos históricos del movimiento de la mujer, que siempre defendió su derecho a obtener no sólo pan, sino también rosas).
No es la única inmoralidad a la que debe enfrentarse el género femenino. El Estado argentino está implicado en las redes de trata que asolan a las mujeres. La policía federal y las provinciales forman parte de un negocio perverso que convierte al cuerpo de la mujer en una mercancía y que, como tal, es objeto de secuestros y abusos en pos de una extracción de beneficios materiales. No sólo eso, el Estado argentino es cómplice de la impunidad de crímenes y desapariciones ligados a este fenómeno. Y en sus más altas esferas: no debe olvidarse la actuación del gobierno de José Alperovich para intentar dejar en el olvido el asesinato de Paulina Lebbos y cómo indujo a la justicia provincial a dejar parada una investigación que podría estar relacionada con la culpabilidad de los hijos del poder. Sólo la persistencia de su padre Alberto Lebbos y la movilización generada por la indignación provocada por el caso lograron la reapertura del expediente, que mostró la inoperancia del poder judicial, inoperancia de carácter inducido. El secretismo y la complicidad de las fuerzas estatales en las redes de trata forma parte del mismo subsuelo de las instituciones que se revela hoy debido al caso Alberto Nisman.
No está de más recordar estas cuestiones -sólo un par en medio de un vendaval de derechos pisoteados que sufren las mujeres en las sociedades contemporáneas- tras recordar una vez más la lucha internacional de la mujer y su movilización en reclamo, una vez más, de sus derechos, una tarea pendiente de la sociedad toda.