Por: Eliana Scialabba
El tipo de cambio en Argentina está muy atrasado, eso no es novedad. El estandarte del tipo de cambio real alto y competitivo y los superávit gemelos de la gestión de Néstor Kirchner han sido dilapidados durante los últimos años debido a la acumulación de un sinfín de desequilibrios macroeconómicos originados en el incorrecto manejo de política económica.
Con el gasto público creciendo por encima de los recursos tributarios, el déficit fiscal no tardó en aparecer (a pesar del maquillaje contable). Una vez que se terminó la “caja”, hubo que salir a buscar quién “pague la fiesta”. El elegido fue el Banco Central (BCRA).
Como es sabido, aunque desde el kirchnerismo sigan negándolo, la emisión monetaria, cuyo objetivo es monetizar el “rojo” fiscal, genera inflación: aumenta la oferta monetaria por encima del incremento de la demanda de dinero. Ya nadie quiere papelitos de colores que cada vez tienen menor valor. Por lo tanto, cada vez se necesitan más pesos para comprar todo tipo de bienes, entre ellos, divisas.
El mercado de divisas no es muy distinto del resto de los mercados. La diferencia es el bien que se comercializa: la economía no produce divisas (no puede emitir moneda extranjera), sino que estas deben ingresar a través de operaciones con el sector externo.
Y el problema aparece cuando el Estado interviene en el mercado cambiario, ya que toda intromisión gubernamental genera distorsiones. No obstante, si bien ningún tipo de intervención genera resultados óptimos, serán menos nocivos (y están aceptados a nivel global) aquellos en los que el tipo de cambio de la economía sea único.
Con un tipo de cambio oficial anclado a un valor artificialmente bajo en términos reales (erosionado por la inflación acumulada durante los últimos años) y un cepo que además limita la adquisición de moneda, el mercado funciona con un precio máximo, lo que genera —a pesar de las numerosas restricciones— un exceso de demanda: a precios bajos, mucha demanda (de importadores, ahorristas, turistas) y poca oferta (de exportadores e ingreso de capitales).
De esta forma, la falta de dólares presiona sobre las —cada vez menores— reservas internacionales del BCRA, que en lugar de dejar que la oferta y la demanda de divisas fijen el precio de equilibrio y crear condiciones para que estas ingresen a la economía, se concentra en administrar la escasez a través de restricciones cuantitativas.
Por lo tanto, si bien es necesario llevar adelante un plan integral para eliminar los desequilibrios macroeconómicos, el problema cambiario no es el mayor escollo al que se enfrenta la próxima administración, debido a que la unificación del tipo de cambio, aunque generará una suba del valor de la divisa oficial, no se trasladará en gran proporción a precios, porque el valor informal ya está internalizado, lo que permite una corrección nominal con escasos efectos sobre la inflación.
El desafío está en generar la confianza necesaria para “mover” hacia adelante la oferta, es decir, que las divisas comiencen a ingresar, tanto a través del canal comercial como por el financiero. Una vez logrado esto, el tipo de cambio tenderá a estabilizarse en un valor entre el oficial y el informal, ya que dejará de ser sólo un desplazamiento de demanda.
Hay que tener en cuenta que hay que darle un tiempo a las políticas económicas que apunten a corregir desequilibrios para que tengan efectos. Por lo tanto, se estima que 2016 no será un año de crecimiento a “tasas chinas”, sino de construir cimientos sólidos sobre los que la economía pueda retomar su tendencia de crecimiento sostenido de largo plazo. Esperemos que el ganador del ballotage del 22 de noviembre esté a la altura de las circunstancias.