Por: Eliana Scialabba
Nota escrita en colaboración con Ignacio Rosenfeld
El nuevo Gobierno ha generado sentimientos encontrados en la población. Por ambos lados encontramos personas, sectores, que alaban y critican distintas aristas de una misma medida de la administración entrante. Es decir, las decisiones económicas del Gobierno de Mauricio Macri han puesto sobre la mesa la discusión sobre qué intereses deben ser atendidos primordialmente. En ese sentido, ¿deben solucionarse primero las cuestiones más micro, las que tienen un impacto inmediato en la población o deben mejorarse las condiciones macroeconómicas —alivianar la presión fiscal, establecer reglas de juego claras, etcétera— para que las empresas recuperen su nivel de actividad y así pueden trasladar su bonanza al resto de la comunidad?
Ahora bien, es interesante ver, no lo que ha ocurrido precisamente en estos meses de nuevo Gobierno, sino adentrarnos, aunque sea subrepticiamente, en lo que ha sido la gestión de la anterior administración, que, quiérase o no, ha planteado las condiciones a las que debe atenerse en el corto y mediano plazo la nueva administración. A tal efecto, un punto crucial es el atinente a los servicios públicos, más que nada cuando hoy en día el sinceramiento de las tarifas ha más que contribuido a la espiralización de la inflación.
De este modo, para el presente análisis debemos partir de los siguientes presupuestos —algunos generalizables para todos los países y otros propios del medio local, frutos de nuestra idiosincrasia:
(i) inelasticidad de demanda de los servicios públicos,
(ii) política de subsidios,
(iii) inflación,
(iv) transferencia de ingresos al resto de los sectores económicos.
Es decir, estos cuatro conceptos se encuentran íntimamente relacionados y confluyen para alimentarse recíprocamente —a tal efecto se podría sumar como un quinto elemento el gasto público, que naturalmente lo ubicaríamos entre la política de subsidios y la inflación.
Volviendo a lo anterior, partimos de la base de que los servicios públicos, a diferencia de la mayoría de los bienes y servicios del resto de la economía, tienen una demanda mayormente inelástica. Es decir, la magnitud de su demanda no responde en el mismo orden en que se altera su precio. Ello lo decimos porque se trata de servicios, por qué no, esenciales para la comunidad, razón por la cual su utilización tiene en cierta medida prevalencia sobre el resto de los servicios existentes en el mercado.
En otras palabras, al ser esenciales para atender necesidades básicas de la sociedad, su aprovechamiento será privilegiado frente a otros bienes y servicios que atiendan necesidades superfluas o no tan indispensables. Y en ese sentido, al tratarse de bienes y servicios cuyo consumo tiene un nivel de saciedad más determinado, o mejor delimitado, no existe, en consecuencia, una tendencia a aumentar considerablemente su consumo en caso de una disminución considerable del precio —tal vez pueda haber despilfarro en caso de que el precio sea irrisorio, pero nadie va a consumir realmente más porque en definitiva el despilfarro no es consumo.
Siguiendo con ello, es necesario ahora tratar el segundo y tercer ítem mencionados —política de subsidios e inflación— de manera conjunta, dado que su interrelación es la que explica, y justifica, a la primera de ellas. La inflación, aumento generalizado de los precios, ha sido la constante y gran preocupación de los últimos años, tanto del Gobierno como de los contribuyentes. Naturalmente, uno de los paliativos empleados por la administración anterior ha sido la política de subsidios sobre aquellos servicios esenciales utilizados por el contribuyente, por el ciudadano de a pie, léase: agua, luz, transporte, etcétera. En ese sentido, si bien bajo este sistema quien recibe el servicio pagará un precio que no permite la rentabilidad per se del servicio, el humor social no se desmadrará. Ahora bien, no obstante el anclaje de las tarifas, observamos que la inflación en ningún momento ha detenido su curso, lo cual nos lleva al cuarto punto: transferencia de ingresos al resto de los sectores económicos.
Cuando el Gobierno fija el precio de los servicios públicos mediante el congelamiento de tarifas, lo que está provocando es que la participación del gasto en dichos servicios sobre el gasto total de cada persona se vaya reduciendo, lo cual genera como contrapartida una mayor asignación de recursos económicos al resto de los bienes y servicios cuyos precios no están fijados.
A su vez, hay que tener presente que la inflación va paralelamente erosionando la capacidad de ahorro de las personas, quienes, al ver lo insuficiente de su excedente para poseer el bien de capital arquetípico del ahorrista —la casa propia—, deciden volcar ese saldo a consumo. Dado la inelasticidad de la demanda de los servicios públicos, ese consumo inexorablemente caerá en la demanda del resto de los bienes y servicios de la economía. Es decir, el congelamiento de precios de un sector determinado de la economía en el marco de un consumo artificialmente alto, fomentado por la expansión del gasto público y el desincentivo, o práctica eliminación, de la capacidad de ahorro, nos conduce principalmente a dos efectos, entre otros:
(i) en términos de precios, un fuerte aumento de precios en los sectores que se encuentran cartelizados,
(ii) en términos de demanda, crecimiento considerable de la demanda de bienes y servicios recreativos o de lujo.
Con respecto al primer punto, es moneda corriente escuchar la queja, tanto de productores como de consumidores, quienes, atomizados, se encuentran a merced de las grandes cadenas. Estas, atentas a la falta de competencia, propenden a la utilización de prácticas abusivas. Mientras que respecto al segundo, es también dable observar la expansión del consumo hacia rubros no tan difundidos hasta hace unos años a nivel local, como lo es principalmente el turismo.
A modo de conclusión, lo que hemos observado en nuestro país a lo largo de los últimos años ha sido la ineficacia de la política de subsidios a los servicios públicos como lastre para el aumento generalizado de precios. Es que, en definitiva, cuando se congelan los precios de dichos rubros, se mantiene el nivel de ingresos de la sociedad y la capacidad de ahorro a la baja, se está de alguna manera habilitando mayores partidas presupuestarias para el resto de los sectores de la economía. Al no operar en situación de competencia, estos encuentran mayores incentivos en incrementar sus ingresos vía aumento de precios que vía aumento de demanda, lo cual se traduce inexorablemente en inflación.
En otras palabras, tal vez si se hubiese producido hace muchos años el sinceramiento de las tarifas de los servicios públicos, cuya demanda, como hemos dicho, es prácticamente inelástica, ello hubiera contraído el consumo artificialmente alto y se hubiera contenido el aumento generalizado de precios.