Por: Fabián Báez
Las cifras son aberrantes. Pero más aberrante aún es pensar que las cifras sólo representan la punta del iceberg; que por cada número (cada historia, cada vida) que se conoce, hay miles que no se conocen. Las cifras son aberrantes pero aberrante es también la indiferencia.
Toda la Doctrina Social de la Iglesia se entiende a partir de una premisa fundamental: Dios siempre se pone del lado del oprimido, del excluido, del más débil. Y por eso es claro que la Iglesia debe denunciar y evitar todo tipo de violencia, pero cuánto más indefensa y débil sea la víctima, con más fuerza y energía se debe luchar contra esa violencia.
Lamentablemente la llamada “violencia de género” no es algo nuevo, sino que es una triste realidad que atraviesa la historia de la humanidad. Cada vez que nos encontramos con la noticia trágica de un femicidio somos conscientes que ése es sólo el desenlace de un proceso largo, doloroso y evitable que se inició generalmente hace tiempo y que nadie supo detener.
El control obsesivo por parte del varón, que generalmente desemboca en violencia psicológica, verbal y hasta física, es una urgente señal de alarma. Detrás de ese control subyace el problema real, en palabras de Juan Pablo II: “La que es el co-sujeto de su existencia en el mundo, se ha convertido para él (para el varón) en un «objeto»: objeto de placer, de explotación” (“Carta sobre la dignidad de la mujer” n.14). Ideas y actitudes de posesión y dominación sobre la otra persona, generalmente consecuencia de la propia soledad o de la falta de autoestima, que pueden terminar cosificando y agrediendo a la mujer. Esta es una señal de alarma que siempre hay que atender.
Existe también una violencia de género más estructural, que se inscribe en aquello que los obispos latinoamericanos llamaban hace más de treinta años “las estructuras de pecado”. Factores sociales e institucionales de maltrato que sirven de marco a la violencia de género interpersonal: discriminaciones económicas, laborales e incluso a veces judiciales, que discriminan a las mujeres o dejan impunes los crímenes de violencia contra ellas.
Ante esto, todos debemos acudir y ayudar a que las mujeres en situaciones vulnerables o que viven fuertes conflictos de pareja estén realmente protegidas por la sociedad en su conjunto.
La Iglesia, por su parte, también debe asumir con todas sus consecuencias el reconocimiento de la igual dignidad de todas las personas, hombres y mujeres. Este reconocimiento está en la esencia misma del mensaje de Cristo. Igual dignidad y opción preferencial por los más pobres son el camino que señala Jesús. Esta firme convicción de la igual dignidad de varones y mujeres supone para la Iglesia no sólo la exigencia de compromiso contra la violencia de género sino también el replanteo del rol de la mujer en sus propias estructuras institucionales, como lo ha señalado en varias ocasiones el Papa actual.
La marcha #NiUnaMenos es un signo de salud social. En muchas ocasiones los argentinos hemos sido testigos de profundas transformaciones surgidas a partir del reclamo popular. Hoy, más allá del pedido de una ley puntual -que como todo puede ser perfectible y con presencia de matices con los que se puede estar más o menos de acuerdo-, en esta marcha la sociedad en su conjunto expresa su categórico rechazo a la violencia de género y le exige al Estado que amplíe medidas para evitarla, combatirla y penarla severamente cuando ocurra.
La paz no es la mera ausencia de conflictos. La paz es el fruto de la justicia. Por eso iremos a la marcha, para proteger los derechos de personas en situación de riesgo y vulnerabilidad a causa de la violencia de género, sabiendo que cuidando y defendiendo a los más débiles somos más fieles al mensaje de Cristo y construimos un mundo y un país mejor.