Por: Fabián Báez
Quizás al mundo contemporáneo no lo una el amor. Pero seguramente sí el espanto.
La humanidad que somos contempla atónita los altos niveles de conflictividad que crecen con expresiones de violencia inusitadas en casi todas las regiones del mundo y por las más distintas causas.
Somos testigos también del crecimiento de la pobreza en el mundo y de la brecha social que se hace cada vez más grande. Pobres que son empobrecidos por otros, excluidos y marginados. A la vez que vemos espantados amplias regiones del mundo donde pobreza significa hambre y muerte.
También nos afecta la crisis del medioambiente, que constituye una emergencia para el mundo entero y que amenaza el porvenir de nuestra casa común y, por ende, de la misma vida. El cambio climático, el exceso de productos químicos y deshechos, los desastres causados por las amenazas naturales y los conflictos vinculados al medioambiente y los recursos naturales, son algunos de los factores que inquietan nuestra conciencia de futuro.
El crecimiento de la soledad, la tristeza, las enfermedades ligadas a la mala calidad de vida. El trágico descubrimiento de que los maravillosos avances tecnológicos que vemos llegar vertiginosamente no traen más dicha ni pueden dar por sí sentido a la vida. La frustración que conlleva el modo de vida sobre todo en las grandes urbes. El rechazo a los inmigrantes y la tendencia a la exclusión. Realidades innegables que pueden dejar la sensación de vivir en un mundo solitario, triste y hostil.
En este mundo triste, tan necesitado de una palabra nueva, ha surgido una voz distinta. El papa Francisco deslumbró en su gira por Cuba y Estados Unidos. Y más allá de los cuestionamientos que aparecen por cosas que no dijo o no hizo en esta gira, es innegable el gran impacto que ha causado en los países que visitó y en el mundo entero.
Un profeta no es el que sabe adivinar el futuro, sino que el levanta su voz para mostrar lo que quizás no aparece evidente a simple vista, pero que, mirando con atención, se puede ver. En esta gira, Francisco ha sido un profeta que denunció una vez más los graves problemas del mundo actual. Pero su denuncia no sonó a reproche o a queja pesimista, sino que fue una esperanzada invitación a pensar. Pensar sobre todo cuál puede ser el camino para revertir lo que conduciría a la destrucción y a la muerte, elegir y apostar por la cultura de la vida. Pensar caminos para hacer de este mundo un mundo mejor.
La fascinación mundial por el Papa no responde a su persona, sino a los ideales y los valores que representa: en definitiva el Evangelio de Jesús, el hijo de Dios, cuyo mensaje de amor universal sigue siendo respuesta y camino de vida para el mundo de hoy.
“Mi misión es construir puentes”, dijo el Papa en su discurso en el Capitolio, haciendo implícita referencia a la etimología latina de la palabra “pontífice”. En estos días hemos sido testigos de un puente que se ha empezado a construir. El Papa indicó: “Más importante que ocupar espacios es iniciar procesos”, por eso repite: “El tiempo es superior al espacio” (Cfr. Evangelii Gaudium 222). Creo entonces que lo menos importante es el lugar icónico, mediático o histórico del papa Francisco. Lo que de verdad cuenta aquí es lo que pone en marcha su mensaje, lo que empieza a crecer en los hombres y en las sociedades escuchando su palabra.
“Los hermanos sean unidos”, dijo en su discurso en la ONU, proponiéndonos el sueño de construir juntos un mundo de hermanos, el sueño de la fraternidad universal que de suyo aportaría un principio de solución para todos los conflictos.
Tal vez el viaje del Papa a Cuba y a Estados Unidos sea una imagen que condense todo su pontificado: Un papado consciente del espanto que nos une, pero esperanzado en el mañana que podemos construir desde el compromiso total con el presente. Un tiempo para empezar a construir en la conciencia de la humanidad un puente que nos lleve del espanto a la esperanza.