Hace justamente 40 años el poder político democrático de Colombia iniciaba negociaciones con las diversas guerrillas colombianas. La principal de ellas, las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia), de orientación marxista leninista. A los pocos años de iniciadas estas conversaciones se mostraría el fracaso de las mismas. Los farquianos seguirían su guerra de “larga duración” y para fin de esa década y comienzos de los 90 dejarían de operar básicamente en los sectores rurales y selváticos para hacer pie activamente en las periferias de las grandes ciudades con sus “comandos urbanos“.
Veinte años después de ese prometedor 1982, los hombres dirigidos por el hoy fallecido “Tirofijo” o Marulanda, fundador de las FARC a comienzos de los ’60, ya eran protagonistas activos de la producción y tráfico de cocaína como su nueva e ingente fuente de recursos. Para la misma época, ya habían pasado 3 años desde que el entonces bien intencionado presidente Andrés Pastrana había lanzado una osada negociación para la paz con las FARC otorgándoles incluso una “zona despejada” del tamaño de Suiza en las selvas de la zona sur del país. Pastrana en persona invirtió su capital político e imagen en reuniones en esa zona con Marulanda y otros jefes guerrilleros. El resultado, un rotundo fracaso y decepción que consolidó las posibilidades electorales de un “duro” como Álvaro Uribe y su doctrina de la “seguridad democrática”. En el mismo 2002, y de manera contemporánea al colapso de las esperanzas de paz, los guerrilleros guiados estratégicamente por Marulanda y militarmente por Briceño o “Mono Jojoy” llevaban a cabo operaciones de ataque con casi 2000 efectivos a menos de 100 km de Bogotá. Los insurgentes, se sentían lo suficientemente fuertes para pasar de tácticas de “muerde y escapa”, y otras propias de las guerrillas a lo largo de la historia, a una “guerra de movimiento” con el empleo de gran cantidad de efectivos.
La decisión política de Uribe, su carisma, el hartazgo de la sociedad colombiana con las FARC, la toma de conciencia de las elites y capas medias acerca de que estos insurrectos o “bandidos” (como les solía decir el general Ospina, militar clave del período de Uribe) ya no eran patrullas perdidas en el campo sino un brazo armado que plantaba bombas y muertes en la misma Bogotá, crearon un ambiente que, junto a la importantísima asistencia militar americana del Plan Colombia, sometería a las FARC a duros golpes y a un repliegue estratégico. Todo ello por una creciente toma de conciencia nacional e internacional de su estrecha relación con actividades poco heroicas como el tráfico de drogas que mata a muchos jóvenes pobres y humildes en diversas partes del mundo, empezando por nuestra propia región. Durante los 8 años de Uribe, uno de sus ministros de Defensa más duros y activos fue el mismo actual presidente Juan Manuel Santos. Ello llevó a que se diera lo que aparecía como imposible, alguien que se plantaba en sus posturas vis a vis las FARC, Chávez, etc, a “la derecha” de Uribe. Un Santos más halcón que los halcones, un águila. Pocos como este multifacético cuadro político, que ocupo cargos en gobiernos de diferentes signos y en diversas carteras ministeriales, hijo dilecto de la elite social de Colombia, que cursara la carrera militar en su juventud y heredero de una poderosa familia periodístico-empresarial contaba con los méritos para ser el candidato a suceder a una personalidad del fuste de Álvaro Uribe.
A poco de ganar las elecciones presidenciales del 2010, se hizo evidente que Santos cumplía con una de las premisas básicas recomendadas por Nicolás Maquiavelo. El “príncipe” debe destruir al que lo coronó, si lo entronizó también lo podría debilitar y hacer caer. De inmediato se dieron los chisporroteos entre Uribe y su ex ministro. La decisión de Santos de restablecer las relaciones diplomáticas y personales con su “nuevo mejor amigo”, Hugo Chávez, y encauzar la deteriorada relación con Rafael Correa de Ecuador, fueron factores relevantes en este sentido. Las críticas del uribismo fueron al comienzo neutralizadas por un par de éxitos relevantes del nuevo gobierno en abatir mandos destacados de las FARC empezando por el jefe militar de las mismas, el “Mono Jojoy” y luego del mismo Alfonso Cano, delfín y sucesor del fallecido Marulanda en la dirección político-estratégica de la narco guerrilla. Pero luego de estos hechos por demás significativos, los insurgentes lograron, en especial en el presente año, algunos golpes de efecto como infligir algunas bajas de importancia a las fuerzas del orden y militares y multiplicar los ataques a infraestructura petrolera y minera. Ello sirvió para que Uribe se lanzara a todo motor a cuestionar el abandono de la “seguridad democrática” y la pérdida de terreno del Estado frente a los bandidos.
Pocos meses atrás, el mismo ex mandatario afirmaba que tenía la información de negociaciones reservadas entre Bogotá y los guerrilleros con la ayuda de los hermanos Castro y Chávez. Asimismo, el sucesor de Cano en la jefatura de las FARC, alias Timochenko, un ex joven comunista formado en sus años mozos en los más duros esquemas ideológicos que le preparaba la URSS a sus seguidores más activos, dejaba traslucir que era el momento de darle una oportunidad a una negociación pacífica con el Estado. Sin olvidar el empeño político de Santos durante el presente año para aprobar legislación que diera la posibilidad de cierto tipo de moderación o exculpación de prisión efectiva para guerrilleros que abandonen sus armas y la no extradición a otros países que los reclaman por delitos como narcotráfico.
Este rompecabezas de palabras y acciones, encajó en parte el día de ayer cuando el Presidente colombiano anunció el inicio formal en Noruega de negociaciones por la paz con los buenos oficios de ese país, Cuba y Venezuela. En el discurso con el cual lo anunció, enfatizó que se buscaría evitar errores de los anteriores intentos de paz, 1982 y 1999. A favor de un resultado favorable de estas conversaciones, si bien sujetas a idas, vueltas y cornisas que separan el éxito del fracaso, es que las FARC distan de estar en una fase expansiva y de ofensiva estratégica como en 1998-2002. También que sus retaguardias estratégicas en Venezuela y Ecuador parecen ya no ser tan cómodas y placenteras. Sin por ello asumir que los gobiernos bolivarianos se juegan con alma y vida para desarticularlas.
La contracara es un Santos que ha sufrido una baja importante en las encuestas y que genera cuestionamientos varios, embriones de debilidad que en los guerrilleros suelen generar lo que la sangre a los vampiros. Sin dudas, el que sí tendrá un rédito inmediato será Chávez. El podrá mostrar en las semanas que van de ayer a las elecciones presidenciales venezolanas, que es un artífice importante de esa mesa de diálogo entre Colombia y las FARC al mismo tiempo que saca un poco del primer plano el peor desastre de la industria petrolera venezolana en mucho tiempo tal como fue el estallido de su principal refinería. Santos deberá esperar réditos de mediano plazo. Él sabe, como agudo político, que un éxito en este proceso lo colocará en un segundo mandato presidencial. Un fracaso o dudas serias sobre el resultado final, en un ex discípulo díscolo y errado de Álvaro Uribe.