En las últimas semanas han surgido en algunos ámbitos político-periodísticos un debate, con fuerte carga subjetiva, acerca de la supuesta mejor posición de la Argentina en muchas áreas claves del plano económico, político y social vis a vis a el Brasil. Si bien la historia de nuestro país está plegada de posturas autoreferenciales y altisonantes, que tanto ayudan a nublar un cabal entendimiento de las dinámicas profundas de la política internacional, es una buena ocasión para realizar algunas reflexiones, sobre hechos concretos más que tomando en cuenta sentimientos y posturas guiadas por conveniencia y o convicción, acerca del Brasil. El tener un diagnostico realista y pragmático dista de ser un instrumento mágico para el devenir argentino, pero es sin duda una condición indispensable para mirar las cosas como son y no tanto como quisiéramos que sean o como se busca que los demás lo vean.
Un indicador básico al momento de establecer algunas comparaciones es reconocer que el Brasil se caracteriza por contar con una élite o establishment social (compuesto por políticos, sindicatos, empresarios, intelectuales, militares, etcétera). Una de las formas más sencillas y contundentes de detectar la presencia o no de una élite dirigencial, en el buen sentido del termino y funcional a la estabilidad y el desarrollo del país, es ponderar la tendencia mayor o menor de estos actores a generar o buscar “proyectos fundacionales” de manera recurrente y cada vez más acelerada, así como una sustancial moderación de las tendencias “piromaníacas” o “incendios fundacionales” ayudan a los que llegan a tener amplios margenes de discresionalidad y arbitrariedad.
Otro tema no menor es la presencia de reglas de sucesión política claras y no permanentemente sujetas a reformas y debates. Retrospectivamente, muchos de los mejores analistas internacionales de la historia de la Guerra Fría y de la URSS reconocen que quizás una de las debilidades estructurales mas fuertes de la desintegrada superpotencia comunista fue la carencia de patrones claros en este sentido y la reiteración de internas salvajes en las troikas que sucedieron a liderazgos personalistas como Lenin y luego Stalin. Su rival, los EEUU, sí tuvo una hoja de ruta más clara y consensuada acerca de cuánto tiempo gobierna el que accede al poder. Lo cual debilita las necesidades y urgencias personalistas y por ende el barniz de megalomanía que suelen generar.
El Brasil con sus virtudes y problemas se ha dotado en los últimos 50 años de sustanciales grados de gobernabilidad. Cabe recordar que su régimen burocrático autoritario iniciado en 1964 se extendió ininterrupidamente hasta 1984, siguiendo en gran medida el modelo de industrialización y modernización de los gobiernos democráticos de las dos décadas previas al golpe. Cabe repasar someramente todos los vaivenes, coletazos y cabriolas ideológicas, políticas y socioeconómicas que, en cambio, tuvo la Argentina en esos 20 años: Illia, Onganía, Levingston, Lanusse, Cámpora, Lastiri, Perón, Isabel, Luder, Isabel, Videla, Viola, Galtieri, Bignone y Alfonsín.
Ni qué decir de niveles básicos de continuidad en materia de programas económicos y esquemas de política exterior. Para bien o para mal, Brasil logró en gran medida combinar a lo largo de esas décadas y hasta hoy un esquema de una potencia productora de materias primas como soja, carnes, cereales, acero, petróleo, etcétera, con grandes conglomerados industriales que operan a escala internacional en las grandes ligas como Embraer, Petrobas, Vale, Camargo Correa, etcétera.
Un repaso de los procesos de compra y de adquisiciones de empresas en la Argentina y en la región por parte de sus pares privadas o mixtas (público-privadas) brasileñas nos ahorrarán de dar mas detalles en este sentido.
En materia de estabilidad político-institucional, luego del regreso de la democracia a mediados de los años 80, cabrá recordar que sólo un presidente brasileño no pudo completar su mandato por razones políticas (Neves no lo hizo, pero se debió a su fallecimiento): fue el caso de Collor de Melo, quizás justamente por haber querido imprimir un estilo decisionista, personalista y de reformas radicales contra viento y marea como las que impulsaban sin mayores resistencias sus colegas de Argentina y Perú a comienzos de los 90. Sin tomar en cuenta que la densidad de los actores sociales y económicos de Brasil así como de la fortaleza de sus instituciones, no hacían factible proyectos de democracias plebiscitarias o cesarismos electorales.
A la estabilidad política, Brasil le sumo a partir de la década pasada el ordenamiento de su macroeconomía por medio del Plan Real, que fue respetado y continuado por sucesivos gobiernos de diferente signo, llegando al mismo Lula y ahora a su ex ministra Dilma Rousseff. A la baja inflación y saneamiento económico, se le agregó el boom de las materias primas de la mano del aumento de demanda china e hindú de alimentos, hidrocarburos y minerales a comienzos del presente siglo. Valores de oleaginosas, barril de petróleo y tonelada de cobre y acero que pasaron a valer 4, 5 y hasta 6 veces más que 15 o 20 años atrás. Ese circulo virtuoso de continuidad política-institucional, salud macroeconómica y constructiva relación con el mercado internacional y masivos ingresos de recursos por las exportaciones de materias primas, viabilizó una fuerte ofensiva durante los ocho años del presidente Lula en materia de ayuda y desarrollo e inserción en el proceso productivo de decenas de millones de personas.
Según diversos estudios, en los últimos 10 años, 40 millones de personas se sumaron al mercado interno de Brasil con su consecuente impacto en materia de dignidad de las personas, consumo, etcétera. La clave fueron más y más ciudadanos y consumidores y no meramente relaciones clientelares. Como dirían nuestros abuelos, “se les enseño a pescar, no meramente a esperar que le diera el pescado eternamente”.
Esta suma de procesos y logros en diversos planos fue reconocida con “cocardas” de profundo sentido simbólico pero también material (como la designación de Brasil como sede del Mundial de fútbol 2014 y de los Juegos Olímpicos dos años después). Ni que decir del rol central de Brasilia en el tablero mundial de la mano de su diálogo fluido y estratégico con los EEUU y una delicada pero no traumática combinación de competencia y cooperación, su rol en el G-20 y en el sello, marketinero y sumamente útil para Brasil, como son los “BRICS“ (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica, incorporada recientemente), una sigla inventada en el 2001 por fundos de inversiones de EEUU para promocionar y vender bonos de estos países ”emergentes” o “regresados” (el caso de Rusia), pero que la élite política y diplomática del Brasil le ha dado algún leve grado de sustancia estratégica para total beneficio de una Brasilia que pasa figurar en la mismo “cartel” que potencias político-económicas y militares como Pekín, Moscú y Nueva Delhi. Al mismo tiempo, si bien en todo momento la potencia sudamericana establece fuertes canales de consulta con estas potencias así como con los EEUU, Europa Occidental y Japón, alienta y enfáticamente nos alienta a sudamericanizarnos de la mano de premisas ideológicas e interpretaciones históricas que facilitan un cierto enclaustramiento. No del Brasil, justamente.
Hoy los brasileños, y el público atento a los temas internacionales de escala mundial, ven al país en un sendero más o menos complejo pero irrefrenable hacia la consolidación de un Estado que va avanzando aceleradamente de una democracia electoral a una dinámica y pujante república moderna (y hasta post moderna), dotada de división de poderes, un activo y muy presente federalismo y consensos básicos en su élite política y social. El populismo de la mano de cesarismos de masas y cuestionamientos a las trabas que la división de poderes produciría en la “voluntad general” jacobina no está en el vocabulario ni en los proyectos de esta potencia emergente. No es poco.