Muerto el Rey, viva el Rey: Santos y su estrategia para Colombia

Fabián Calle

Corría mediados de la primera década del siglo XXI y dos presidente caribeños se reunían en una de sus ya periódicas cumbres y reuniones. El primero de ellos, discípulo y admirador de Fidel Castro, le expresaba al otro mandatario, en este caso un hombre de firmes convicciones pro occidentales y capitalistas y con la memoria dolorosa de su padre infartado y fallecido mientras intentaba ser secuestrado por una guerrilla marxista, la conveniencia y hasta el derecho de establecer una zona de libre comercio del país conducido por este último con los EEUU para mejorar la cantidad y precio de sus exportaciones.

Agregando, no sin cierta ironía, que él y su patria no requerían de un esquema de este tipo, dado que exportaba libremente y sin padecer tarifas proteccionistas un millón o más de barriles petroleros diarios a la maquinaria económico-productiva de la superpotencia mundial, colocándose sólo por debajo de Canadá, México y Arabia Saudita como principales proveedores del 55 % de hidrocarburos que Estados Unidos (45 % lo produce localmente) importaba para cubrir sus necesidades. Estos dos mandatarios eran, ya lo habrá intuido el lector, Hugo Chávez y Álvaro Uribe.

Desde su llegada al poder en 2002 con la básica pero revolucionaria agenda de reestablecer o establecer por primera vez el “Leviatán” o monopolio del uso legítimo de la fuerza del Estado en el territorio colombiano, Uribe no dudó en buscar un diálogo pragmático y constructivo con la Venezuela bolivariana. Así fueron incrementándose los flujos comerciales y económicos entre ambos.

La buena sintonía, más allá de las agudas diferencias ideológicas, tenía también como factor en común un trato cordial de los dos con el viejo caudillo comunista Fidel Castro. De más está decir que Uribe nunca quiso asumir el rol de hijo dilecto del cubano, rol que profesaría militantemente Chávez hasta su muerte. La interacción entre el jefe bolivariano y el mandatario colombiano se vería coronado en 2007 con el pedido de este último al ex paracaidista del Ejercito venezolano para que asumiera un papel activo en el diálogo con las FARC para liberar a los rehenes que desde hacía años esta guerrilla tenía viviendo en condiciones infrahumanas en la selva. Ese sería el pico máximo de la interacción, que luego comenzaría a desbarrancar hasta un escenario de abierto enfrentamiento y coqueteo con una guerra en el 2008 luego del ataque al campamento del guerrillero Reyes en Ecuador y la liberación en una operación especial digna de un largometraje de los hombres y mujeres secuestrados por las FARC.

Siempre a la derecha de Uribe, en el sentido gráfico e ideológico de la palabra, aparecía su entonces ministro de Defensa Juan Manuel Santos, un hijo dilecto y sobresaliente de la élite política y social de Colombia, dotado de una amplia experiencia gubernamental en varios gobiernos de diferente signo, y graduado en la Escuela Naval en su juventud. Para los observadores de esos momentos, Santos se perfilaba como el sucesor de Uribe, con un perfil potencialmente aún más combativo y duro con Chávez, Correa y las FARC que el mismo mandatario colombiano de ese momento.

Luego de que Uribe desistiera de buscar su re reelección y así no forzar la estructura legal del Estado, el entonces oficialista Santos se impuso de manera amplia y contundente. No obstante, a poco de vencer y aun antes de asumir, empezó a dejar en claro que cumpliría con unas de las premisas básicas de Nicolás Maquiavelo, o sea la de diferenciarse y neutralizar lo mas rápida y contundentemente posible al que lo coronó como rey. En este caso, el mismo Uribe. El rubicón que comenzó a existir entre el ex presidente y su ex ministro estrella tuvo como principales escenarios los choques por los procesos judiciales contra algunos de los ex colaboradores del gobierno uribista, pero también, y principalmente, las cuestiones atinentes al dialogo con las FARC y con Chávez.

Santos llevó a cabo un proceso de sigilosa aproximación a un diálogo de paz, aun en pleno desarrollo y plagado de incertidumbres, con este grupo narcoinsurgente. Para ello contó, y cuenta, con los buenos oficios de Cuba y de Venezuela. Desde ya, ello se combinó con su afirmación acerca de que Chávez “era su nuevo mejor amigo”, una frase para entenderla desde un punto de vista político y quizás hasta táctico. Inmediatamente, Uribe no dudó en lanzar duras críticas y advertencias contra estas movidas de Santos. El ex presidente, con su twitter con millones de seguidores, posee una gran capacidad de hacerse escuchar en tanto que su sucesor ha optado por cautos silencios y algunas indirectas punzantes y sutilezas para responder. Una mirada más desapasionada de la cuestión, mostraría que el actual mandatario colombiano no está haciendo, en lo que hace al vínculo con Caracas, nada radicalmente diferente a lo efectuado por el uribismo entre 2002 y 2007. Asimismo, en lo que se refiere al proceso de negociación con vista a una paz con las FARC no cabe duda de que se ha llegado a este punto por los contundentes golpes que la dupla Uribe-Santos le provocaron a la guerrilla. Golpes que Bogotá ha seguido llevando a cabo y que son parte de un amplio esquema de “palos y zanahorias”.

El contar con al menos un mayor nivel de buena fe del chavismo debería tender a restar de margen de maniobra a los farquistas en su retaguardia estratégica en territorio venezolano y con ello reforzar su intención de aceptar la desmolvilización y la paz. La interpretación de Uribe, que ya se está calzando el traje o los guantes para la pelea electoral con vistas a las próximas presidenciales, es que este escenario sólo le da aire y respiro a una guerrilla que venía en caída libre. Pocos meses antes del llamado a las urnas, se verá quién de los dos tiene razón. A ello cabría sumarle el impacto que, en este ajedrez de múltiples tableros, tuvo, tiene y tendrá la enfermedad terminal y posterior muerte de Chávez así como el ocaso del ciclo físico de Fidel en Cuba. Santos sabe, seguramente, que las interpretaciones acerca de un marxismo-leninísmo, reciclado a bolivarianísmo, latinoamericanísmo e indigenísmo pos caída del Muro de Berlín, poco tienen que ver con la realidad. Para ello cabe recordar las referencias poco elogiosas, y hasta injustas, de Karl Marx sobre la figura de un personaje de la talla histórica de Bolívar, a quien veía como un exponente del “bonapartismo” autoritario.