La relación EEUU-Venezuela post Chávez

Fabián Calle

Luego de un largo período sin embajadores en las respectivas capitales y la negativa de Washington a reconocer formalmente el más que ajustado, y cuestionado, resultado electoral entre Maduro y Capriles, los cancilleres de ambos países se reunieron y establecieron pasos a seguir para una progresiva normalización. Elías Jaua y John Kerry aprovecharon la reunión de la OEA en Guatemala para poner en foto y letra de molde lo que se venía negociando desde hace meses. Los sectores más duros de la oposición venezolana y aun del mismo oficialismo vertieron comentarios que mostraban resquemor y desagrado. No obstante, pocas dudas caben de que era un camino casi inevitable por múltiples razones.

En la visión de la administración Obama, el régimen chavista nunca tuvo el estatus de un enemigo sino de un rival o molestia con el cual existe, si bien de manera decreciente, una interdependencia energética. Desde que asumió Chávez al poder hasta su muerte, los dólares salidos desde los EEUU para pagar petróleo venezolano llegaron a un monto estimado de 320 mil millones. Un promedio de 1,5 a 1 millón de barriles diarios que unieron y unen ambas economías.

Paradojas del olor a azufre al que alguna vez hizo mención Chávez después de subir a la tarima de la ONU luego de una exposición del ex presidente George W. Bush. Asimismo, al menos una gran empresa petrolera americana se ha mantenido incólume en el territorio de la revolución bolivariana acompañada de sus pares de China, Brasil y Europa. Ni que decir de las más de 10 mil estaciones de servicio que en territorio estadounidense comercializan combustible de Venezuela. En otras palabras, más allá de las palabras ríspidas y tan útiles para agitar espíritus más o menos espontáneos, una verdadera y estrecha interdependencia (si bien asimétrica, dada el mucho mayor impacto que sufriría Caracas en caso de un abrupto corte de la relación comercial).

La Casa Blanca ha proseguido y quizás profundizado su convencimiento sobre los límites evidentes que el desafío castrista-bolivariano representa para su seguridad nacional. Países claves como México, Brasil y Colombia distan de tener la más mínima posibilidad de ser influidos por esos vientos izquierdistas contestarios. En todo caso, es el Brasil que tiende a utilizar de manera sofisticada a los bolivarianos para esmerilar y desgastar la influencia de la superpotencia y al mismo tiempo busca un diálogo serio y cooperativo bilateral con Washington. Todo ello facilitado por la deteriorada relación entre la Argentina y los EEUU, lo cual no deja de ser un valioso regalo a los márgenes de maniobra brasileña.

Para las tomadores de decisión de la administración Obama, la fragilidad macroeconómica que tiene y tendrá Venezuela (baste recordar desde el 30% de inflación anual, la carestía de papel higiénico y otras productos básicos y la existencia de una brecha del 400% entre el dólar oficial y el paralelo), combinada a muy altos niveles de inseguridad ciudadana se complementa con el impacto sísmico que generó la muerte de Chávez. Las internas entre los hombres y facciones que sólo él podía controlar y manipular ahora quedan en estado de naturaleza y se evidencian día a día. Asimismo, la estrecha relación y dependencia que EEUU percibe en Maduro y Jaua con Cuba hace que el actual gobierno bolivariano pueda verse más y más, al menos en el corto plazo, como una continuidad de la áspera pero aceitada y previsible relación de “enemistad administrada” entre Cuba y su cuco del Norte.

Desde ya en Venezuela existen poderosos sectores que no reniegan de una relación de cooperación con el castrismo pero que no se sienten cómodos como alfiles del juego del caudillo comunista y su hermano. Esa tensión está presente. El reconocimiento por parte de Washington está también en línea con la postura de Henrique Capriles de seguir cuestionando la transparencia del proceso electoral que lo hizo perder por 1,5 puntos, pero al mismo tiempo organizar su movimiento para las elecciones municipales de fin del presente año, combinándolo con un fuerte énfasis en los problemas de inflación, desabastecimiento e inseguridad que existen en Venezuela. Capriles sabe que a menos que el oficialismo logre implementar lisa y llanamente un régimen autoritario-castrista en el país que elimine los “desvíos burgueses” de la revolución tales como elecciones democráticas y ciertas ventanas de libertad de prensa, él y/o su coalición accederán al poder más temprano que tarde. En el caso de que se pudiese dar de manera exitosa ese paso, que paradójicamente sería contemporáneo a los efectos políticos de la desaparición biológica de Fidel Castro, Washington pasaría a una estrategia menos contemplativa y de “dejar hacer, dejar pasar”. Hasta el mismo subhegemón regional, Brasil, pondrá en duda la conveniencia de ser el “policía bueno” en la relación con los bolivarianos, debiendo sopesar si la utilidad que tiene la revolución bolivariana para reducir y afectar la influencia americana en la región compensa la inestabilidad que se puede producir en una Venezuela donde se desmadre la polarización interna.