Hace poco más de un par de años, la prensa internacional citaba el aterrizaje en Mali, en pleno corazón de África y fronterizo a Níger, uno de los principales productores de uranio del mundo, de un viejo avión 727 que despegando de manera subrepticia desde algún aeropuerto venezolano llevando 5 toneladas de cocaína colombiana. Luego de su arribo a suelo africano, un grupo de milicianos fundamentalistas filo Al Qaeda habrían colaborado al desembarco de droga y a la posterior logística para hacerlo llegar a Europa. Este mismo grupo, poco después de este incidente, generaría una guerra civil en el país con el objetivo de tomar el poder y establecer una teocracia. Ello derivó en la activa reacción de Francia, con respaldo logístico de los EEUU y otros países, para preservar la estabilidad del gobierno constitucional del país.
Esta anécdota muestra quizás uno de los puntos más descuidados al momento de analizar la evolución reciente y futuro del tráfico de narcóticos en América Latina. Nos referimos a cómo se pueden solapar, interactuar y en algunos casos confundir lógicas de lucro y ambiciones estilo “cara cortada” (la famosa película de Al Pacino sobre un emigrante llegado a EEUU que hace fortuna acelerada y violentamente a fines de los años 70 de la mano de los estupefacientes, hasta su muerte en un épico tiroteo contra sicarios de un grupo rival en su mansión en La Florida) con actores ligados a agendas del terrorismo internacional y a la búsqueda de instaurar proyectos políticos en países como hemos citado previamente.
La conectividad creciente entre América Latina y África se genera en gran medida por el dinamismo que en la última década ha tenido el consumo de cocaína en el mercado europeo, situación contrastante con el estancamiento y la idea de “pasado de moda” de drogarse con cocaína que impera en suelo americano. Allí, las estadísticas muestran una cantidad de consumidores que se mantiene estable o aun decreciente en los últimos 10 años o más. No así otras drogas, que van ganando espacio como las metanfetaminas que tienen en México y en los Países Bajos europeos algunos de sus importantes productores.
La presión llevada a cabo por las fuerzas de seguridad y militares de los EEUU en los últimos 20 años sobre los flujos de drogas desde Colombia, en especial dificultando el transporte vía marítima y aérea, ha generado la mutación del suelo mexicano cómo el camino para llegar al territorio de la superpotencia. No casualmente, si en los años 70 y 80 era de conocimiento público los nombres de los grandes carteles colombianos, tales como el de Medellín y de Cali, y sus jefes archifamosos y con activa vida social y empresarial, el presente siglo es el turno de sus pares aztecas. Algunos de ellos mutaron de ser organizaciones básicamente orientadas al tráfico de marihuana, contrabando e inmigrantes ilegales, a ser transportadores a fusil alzado de 400 toneladas o más que buscan llegar a las calles estadounidenses.
Mientras estos cambios se producen en América del Norte, en Sudamérica también el panorama ha venido cambiando. El Perú disputa a Colombia la condición de primer productor de cocaína. Asimismo, la producción de narcóticos en Perú, Bolivia y parte de la proveniente de Colombia tiene como destino privilegiado Europa y los mismos mercados de nuestra región. No casualmente, Brasil es considerado detrás de los EEUU el país donde más tonelaje de cocaína estaría ingresando para consumo en tanto que la Argentina según las Naciones Unidas presenta el mayor índice per capita de América Latina de drogadependientes. Frente a esta realidad internacional, hemisférica, regional y nacional, uno de los mayores desafíos de las élites políticas y sociales es desideologizar el tema y dejar de buscar fallidamente supuestos juegos de espejos con otros traumas que han tenidos nuestros países hace ya cuatro décadas de la mano de la violencia política de la dialéctica terrorismo y represión.
Si alguna duda cabe de ellos, más allá de las tensiones de todos tipo que existen entre los EEUU y países cómo Cuba y los sandinistas nicaragüenses, es notable la existencia de consulta y cooperación presente en estos temas específicos de la lucha contra el narcotráfico. Pocos regímenes han sido más contundentes e intolerantes con este negocio criminal que los regímenes de características comunistas. Cosa lógica, dado que estos actores delictivos tarde o temprano buscan condicionar al Estado y disputarse su monopolio en el uso de la fuerza y en el imperio de la ley. Ni que decir de la lucha frontal y sin cuartel que regímenes fundamentalistas como Irán tienen en el desafío de combatir la creciente penetración de drogas cómo la heroína desde Afganistán.
En el caso específico de nuestro país, quizás el mayor reto sea ir cambiando el saber convencional que tiende a ver al Estado y sus instituciones como una fuente de represión y abuso. Años de autoritarismo, la violencia antisubversiva del pasado así como la propia crisis del 2001, con su carga de rebelión de la sociedad frente a medidas económicas impulsadas por el poder público, han actuado en este sentido. Sin olvidarnos de quizás algún ADN italiano que nuestros abuelos y tatarabuelos trajeron desde Italia y los inefables clichés tales como “Llueve, Roma ladrona” como ejemplo de la relación conflictiva y ambivalente del ciudadano medio con el poder político.
En los lustros que vienen, la Argentina necesita de un Estado eficiente, prestigioso e inteligente que enfrente con la ley (adaptada a tiempos circunstancias), con la legitimidad derivada de la democracia y con instituciones republicanas que se ayuden y controlen mutuamente, a los que verdaderamente generan, y más aun en el futuro cercano, trauma y violencia, tal es el caso del narcotráfico y el crimen organizado. De no avanzarse de manera rápida pero no por ello no planificada en este sentido, la fuerza de los hechos, con su carga de violencia y sangre sobre figuras tanto de izquierda, derecha y centro, laicos y religiosos, etcétera, hará que pasemos de un inconsciente que nos emite mensajes sobre un Estado al cual hay que contener y desafiar a una realidad en donde las instituciones pasarán a ser consideradas endebles, impotentes y vulnerables.
La alternativa a un “Leviatán” es la anarquía, pero también puede serlo, como ya ha sucedido en otros países, una “pax mafiosa”. Un escenario en el que se cae luego de que la comunidad y sus instituciones han sido derrotadas y cooptadas al mismo tiempo. Aquellos actores políticos y sociales que ansían de políticas y acciones épicas y para el bronce, tienen acá un verdadero desafío. El encarar, antes que sea tarde, una lucha que evitará que miles jóvenes, hombres y mujeres de diversos signos e ideas, incluyendo desde ya las tan citadas nacionales y populares, sean asesinados en escalas igual o aun superiores a las de los traumáticos años 70. Desde ya, en este caso el león es fuerte y con afiliados dientes y no una herencia añeja, perversa y traumática como las que nos dejó la violencia política del pasado.