2014: “año de homenaje al almirante Guillermo Brown”. Esta frase será leída por todo habitante de Argentina que reciba algún documento emanado del Estado Nacional, toda la papelería de cualquier dependencia oficial deberá obligatoriamente contener esta frase-homenaje durante todo el presente año.
El justo reconocimiento parece reafirmar, una vez más, la constante rendición de honores que la sociedad de nuestro país y sus sucesivos gobernantes en general tienen para con los máximos líderes militares criollos o europeos (tal el caso de Brown) que contribuyeron con su espada a consolidar la independencia de la patria, en los albores del siglo XIX. Es muy justo reconocer que aquellas fuerzas armadas resultaron ser una conjunción de oficiales formados en academias militares europeas y milicias criollas que suplieron la inexperiencia e improvisación con incontenibles ansias de libertad.
El siglo XX, por el contrario, estaría signado por un cada vez mayor distanciamiento entre civiles y uniformados; los ya conocidos períodos de alternancia entre gobiernos constitucionales y de facto, transformaron a las FFAA en la práctica en un partido político más, con la variante de no serle necesario el pasaje por las urnas para tomar el poder. Sin lugar a dudas la figura de Juan Domingo Perón vino a agregar un condimento especial a esta ensalada; él sí utilizó el grado y las botas pero también los votos y en tres oportunidades indiscutibles, el pueblo lo votó y lo aclamó con la castrense denominación de “mi general”.
Y es necesario reconocer que hasta incluso su grado de general fue más bien una jerarquía política que militar, ya que en rigor de verdad su carrera militar terminó en el grado de coronel. De allí en más el ejército ya no pudo manejar ni su legajo personal, ni su foja de conceptos ni el destino de su vida.
No aportamos nada nuevo si decimos que la historia Argentina puede de alguna manera dividirse en antes y después de Perón. La historia militar, o mejor dicho la historia de los militares argentinos, en cierta forma, también. Perón durante años alimentó las fantasías de muchos generales, almirantes y brigadieres de asomar al balcón y ser aclamados por el pueblo.
Tal vez el pico máximo de la locura político militar estuvo dado en aquellas jornadas de 1955 en las que las armas de la Nación fueron utilizadas contra la civilidad al extremo de emplearse a la aviación naval de la Armada Argentina para bombardear (con muy mala puntería por cierto) la casa de gobierno, matando a cientos de argentinos que transitaban por la zona. Quizás usted -amigo lector- pueda juzgar que el proceso militar iniciado en 1976 sea mucho abultado en hechos de violencia y de enfrentamiento social, pero creo que queda claro que una cosa es lo que pueda hacer un militar una vez que está en el poder y otra muy distinta es lo sucedido en el 55 para tomar el mismo.
59 años nos separan de aquellos generales del 55. De los Aramburu y Lonardi pero también de los Valle y tantos otros que juraron lealtad al líder político militar. Hemos dicho en más de una oportunidad que el regreso de la actividad democrática plena acaecido a partir de 1983 ha colocado a casi toda la dirigencia política en la crucial disyuntiva de no saber exactamente qué hacer con las Fuerzas Armadas y obviamente con los miles de argentinos que las integran.
Derogación de códigos militares, leyes de defensa y de seguridad interior, ahogo presupuestario, intento de modificar los planes de estudio de los institutos de formación militar para “sacar” de ellas militares no tan militares (realizado en las formas pero sin éxito en el fondo), proyectos de cerrar unidades militares que se toparon con el crucial problema sobre qué hacer luego con los pueblos creados en torno a bases y unidades castrenses y cuya población sobrevive gracias a ellas, y todo tipo de ideas alocadas e improvisadas se han sucedido sin pausa en los últimos 30 años. El cuco máximo castrense pareció llegar allá por 2003 cuando de la mano del cierre de la ex ESMA, la bajada de cuadros, purgas de jerarquías militares al por mayor y aquel famoso “no les tengo miedo”, los militares parecieron ser relegados a algo más bien cercano al destierro social, o al menos a seres totalmente ajenos y sin ningún lugar para ocupar dentro del “modelo”.
Y de pronto, como por arte de magia y sin que mediara algún hecho en particular, por decreto, la clase política se volvió a enamorar de sus militares y fruto de ese amor dimos a luz la friolera de 55 generales en actividad, una cantidad de soles patrios como tal vez nunca tuvo la institución militar decana de las Fuerzas Armadas Argentinas.
Nos habíamos acostumbrado a tener a muchos coroneles ocupando cargos de generales, ahora con sólo ver la distribución de cargos en el ejército podremos apreciar que contamos con generales ocupando cargos de coroneles. Tanto es el amor que profesamos, que por primera vez en muchísimo tiempo se han promovido a nuevos generales, almirantes y brigadieres y no se ha retirado a ninguno, tal vez porque sea más fácil y barato ascender a un hombre que pensar seriamente qué haremos con él luego de ascendido.
Lamentablemente, todo nos lleva a la conclusión que detrás de tanto “amor” se esconde la peligrosa intención de inducir a nuestras fuerzas armadas a inmiscuirse en la política, en lugar de estar al servicio de la patria (lo que es sustancialmente distinto). Debe quedar claro que es tan peligroso ver uniformados reemplazando a los gobernantes civiles, como verlos apoyando a un gobierno determinado con fervorosos aplausos militantes. El militar no aplaude a su comandante cuando habla ni conspira en su contra, simplemente cumple con su deber.
Por último, va un consejo para nuestro ministro de defensa: ahora que tenemos 55 generales, 30 almirantes y 31 brigadieres, sería muy importante equipar a nuestras fuerzas armadas con al menos la misma cantidad de tanques, barcos y aviones (que funcionen, claro está) de tal suerte que ahora que están planeando volver a los desfiles militares, no demos el triste espectáculo de tener más caciques aplaudiendo, que indios marchando.