Pablo, alias “Cruz”, aterrizó su avión de combate feliz: había divisado una moderna nave enemiga y había arrojado sobre ella tres bombas, además la había ametrallado. No regresó para verificar los daños, pues seguramente sería presa de las baterías antiaéreas de esa poderosa unidad de la flota real británica.
La noticia que recibió de parte de sus superiores una vez en tierra lo dejó helado. Había atacado al buque mercante argentino Formosa. Afortunadamente, sus bombas no estallaron y su metralla no hirió a nadie, algo que le permitió ciertamente continuar con su carrera militar sin cargar en su conciencia con la muerte de compatriotas aliados.
Le cuento esto, querido amigo lector, porque allá por 1982 la decisión política de la cúpula militar de recuperar Malvinas y la posterior derrota dejó entre sus muchas consecuencias algunas enseñanzas. Entre ellas, que no es lo mismo operar juntos que operar en conjunto.
Las Fuerzas Armadas argentinas, acostumbradas sólo a juntarse para pedirle a un presidente civil que abandone el poder, jamás habían ensayado una maniobra militar unificando códigos, procedimientos y demás cuestiones que hacen al abc de una operación militar combinada. Ni siquiera en la denominada guerra sucia habían operado en conjunto. Algo básico en cualquier país del mundo menos en Argentina, claro está.
Hoy, aunque sin armas, barcos o aviones y sin hipótesis de conflicto a la vista, al menos aprendieron la lección y existen procedimientos conjuntos y hasta una escuela de guerra común a las tres fuerzas. Lanatta y Cía., salvando las distancias, constituye el caso Malvinas de las fuerzas de seguridad.
Nuestro país, tal vez por su propia idiosincrasia, tiende a complicar cosas que en otras partes del mundo son más sencillas. Si usted transita por Chile, verá invariablemente de norte a sur a la “temible” Policía Nacional (los Carabineros). Si pasea por España, verá a la Guardia Nacional y si lo hace por Francia, le pasará lo mismo con la Policía Nacional (antes Sûreté).
Es cierto que la extensión territorial de nuestro país, sus vastas llanuras, sus montes y su enorme litoral marítimo tornarían poco práctico tener una única fuerza nacional que opere en todo el territorio, ya que sería casi incontrolable por la cantidad de personal y la diversidad de escenarios de actuación. La década ganada deja entre su pesada herencia no sólo la destrucción final de las Fuerzas Armadas, sino además problemas graves de organización entre las fuerzas de seguridad nacionales y provinciales.
Para ser justos, deberíamos indicar que, de 1983 a la fecha, los sucesivos Gobiernos democráticos parecen haber confundido el juicio y el castigo a algunos militares (tal vez el 1% del total de las fuerzas uniformadas del país en aquel momento) con la necesidad de castigar a las instituciones como tales.
Quien mayor esmero sin lugar a dudas puso en intentar doblegarlas, anularlas o directamente destruirlas fue el régimen iniciado en 2004 y que nos acompañó hasta hace apenas un mes atrás. Tanto en la milicia como en las fuerzas policiales se introdujeron “modernos conceptos” de formación, capacitación y conducción; se trató de minimizar lo más posible el “antidemocrático” verticalismo que las caracteriza; se crearon oficinas para los subalternos denuncien sin temor a sus superiores; se eliminaron los “bailes” a los cuerpos de cadetes y aspirantes. Ni que hablar del Código de Justicia Militar derogado y de los nuevos “protocolos” de operaciones policiales según los cuales un agente del orden debe poco menos que solicitar conformidad firmada por el delincuente antes de atreverse a detenerlo. Desenfundar el arma reglamentaria en la mayoría de los casos puede equivaler a que el uniformado sea considerado casi un asesino serial. Así, mientras muchos son sumariados, los delincuentes esperan en sus casas ir a atestiguar en contra del salvaje policía que quiso detenerlos.
Otras novedosas variantes introducidas por el modelo fue una fenomenal manera de incrementar los naturales recelos y competencias que fuerzas parecidas pero diferentes tienden a generar entre sí, y que la política (la buena) debe esforzarse por minimizar.
Pusimos prefectos en las calles de la ciudad. Incluso en tres comisarías de la zona sur sacamos a los comisarios y pusimos prefecturianos a dar órdenes a “federicos”. La Gendarmería desplazando a la Bonaerense y a varias otras policías provinciales y la Federal patrullando San Martín. Una mezcla explosiva perfecta. Pues no estuvo organizada de antemano, sino fue ejecutada a las apuradas, como respuesta a hechos de inseguridad consumados.
No quiero salirme del tema, pero llegamos al punto que hoy por hoy la mayor hipótesis de conflicto que tiene nuestra Armada no es una potencia naval extranjera, sino la propia Prefectura Naval Argentina, a la que la Marina Militar ve como una competidora con ventajas.
En los últimos años, es muy cierto que el Gobierno anterior equipó fuertemente a las fuerzas federales; es cierto también que el invento de las policías comunales con seis semanas de entrenamiento es un desastre. Pero lo más grave del asunto es que nadie parece haberse enterado de que cada fuerza fue creada para un campo de acción específico, con particularidades técnicas y operativas muy distintas. No es lo mismo perseguir a un pirata del asfalto que a un pesquero chino robando nuestros peces, se lo puedo asegurar.
Así las cosas y ante el innegable avance del flagelo del narcotráfico, no se gana nada apilando uniformes de colores distintos (unos con casco y chaleco y a su lado otros con sombrero playero). Unidad de mando, de control y dirección son el principio de cualquier operación conjunta, en la milicia, en la Policía y en un supermercado de barrio.
El caso Lanatta y Cía. ha sido más que elocuente. Usted, yo y todos vimos lo que vimos. No hace falta agregar nada, pero ahora, y tal vez gracias a este caso, habrá que trabajar seriamente en cómo hacer que un montón de gente corriendo sin sentido se transforme en un conjunto de profesionales trabajando en común. Será tiempo, tal vez, de ver qué rol pueden cumplir nuestras Fuerzas Armadas (las que por ahora están demasiado ociosas y aburridas, a falta de algo útil para hacer) en esta lucha que por ahora venimos perdiendo por goleada.
Todo dependerá del trato que queremos darle al flagelo narco. Si los tratamos como a rateros de poca monta o si, como el mundo está haciendo, los tomamos como una verdadera invasión externa a la soberanía nacional, a la seguridad de nuestro pueblo y al futuro de nuestros hijos.