Hace tiempo que -con una frecuencia llamativa- insisten sus allegados en que la candidatura de Daniel Scioli podría verse afectada por la maldición que pesa sobre los gobernadores de Buenos Aires. Tal vez los que efectúan esa manifestación recurran al eufemismo de omitir el nombre del autor de esa maldición o se encuentren abriendo el paraguas antes de la lluvia. Quizás ni siquiera sepan que se trataba del Dr. Carlos Tejedor.
Tejedor fue gobernador de la provincia de Buenos Aires hasta junio de 1880, oportunidad en que su mandato debió resignarlo a manos de su vice, el doctor José M. Moreno como consecuencia de la derrota operada en la cruentísima revolución que lo tuvo por protagonista decisivo.
La provincia de Buenos Aires, soberbia y veleidosa, había amenazado varias veces con transformarse en república. No lo hizo, en parte por el patriotismo de sus hijos, en parte porque las guerras civiles en pocas ocasiones -como en esta- tienen el mérito de unir a sus hijos. Sin embargo, las relaciones entre nación y “la” provincia no eran cordiales. La nación se sentía inquilina de aquella, que tenía el puerto, la aduana, el banco, la universidad, el teatro, la cultura y el dinero. Para colmo, Buenos Aires era la capital… ¡de la provincia!, por lo cual las autoridades nacionales de inquilinas se convertían en intrusas, dado que la ley de compromiso (por la cual, después de la batalla de Pavón, la provincia se obligaba a que Buenos Aires albergara a los gobernantes nacionales) había cumplido su vigencia varios años atrás.
Había, además, otra razón: el general Julio Argentino Roca (ministro de la Guerra del presidente Nicolás Avellaneda) culminó con éxito su famosa Campaña contra el Desierto y se encaminaba con decisión a ocupar la primera magistratura de la nación. Naturalmente, esa determinación marchaba en dirección opuesta a las pretensiones del doctor Tejedor, quien después de dos presidencias provincianas (Domingo Faustino Sarmiento y Nicolás Avellaneda) suponía que le correspondería a un porteño, siguiendo el mandato implícito de la Constitución Nacional.
No fue así y el choque entre la nación y la provincia, motorizado entre ambos bandos por la puja presidencial, se convirtió en inevitable. No fueron suficientes las gestiones de pacificación que se intentaron; ni siquiera la repatriación de las cenizas del padre de la patria logró ese propósito. El país se encaminó hacia un enfrentamiento sangriento (en un solo día de lucha armada hubo la friolera de más de 5000 muertos) que terminó, como todos saben, con el triunfo de la nación.
Para firmarse la paz, impulsada por un provincialista como Bartolomé Mitre, fue necesario que Tejedor renunciara a su cargo. Era este un hombre rígido, forjado en la bigornia dura de la austeridad y la templanza. Como la mayoría de sus contemporáneos, abrazó las doctrinas comtianas: era un positivista nato. Nada más alejado de sus creencias que “echar maldiciones” (diría un español purista), como se le atribuye ahora. El doctor Tejedor dijo: “Si yo, que tenía los rifleros, la aduana, el puerto, etcétera, no pude ser Presidente de la República, entonces ningún gobernador de esta provincia reducida podrá serlo en el futuro”, lo cual dista mucho de constituir una maldición.
Si Scioli espera un desenlace adverso en el ballotage que es imaginable, deberá buscar otros culpables: La compañía de su vice, La Cámpora, la Presidente, el candidato a gobernador que integra su propia boleta. No podrá conferirle responsabilidades a aspectos extrasensoriales o ultramontanos: las maldiciones no existen.