Por: George Chaya
Si bien la ausencia de democracia no es un mal inherente al mundo árabe, todos los países que lo integran la sufren por igual. La dictadura propiamente dicha —aunque limitada a dos o tres de ellos: Irak ayer, Siria hoy y Libia ayer y hoy— afecta al resto y reduce al mínimo el ámbito de las libertades, lo cual pone a las falsas democracias aún más en evidencia, en la medida en que la ciudadanía no ha adquirido en ninguna de ellas la inmunidad suficiente para impulsar una transformación democrática.
Sin embargo, sería engañoso atribuir la crisis de la ciudadanía a una predisposición cultural cuando en realidad es un problema que afecta a la organización del Estado.
El mundo árabe posee el dudoso honor de ser la única región del mundo donde el déficit democrático que padecen todos sus miembros se conjuga con la excusa de hegemonía extranjera —la mayoría de las veces indirecta, otras únicamente económica—, que, en los casos más extremos, como Siria e Irak, se asemeja a una nueva forma de colonialismo. Y si no, que lo digan Vladimir Putin y sus pilotos de la Fuerza Aérea rusa.
Los poderes establecidos no solo son incapaces de dar o devolver a sus Estados alguna posibilidad de iniciativa en las relaciones internacionales, sino que además prohíben a sus ciudadanos cualquier acción susceptible de cambiar los poderes —o al menos de inyectarles, por la vía de la participación popular, un vigor renovado, ni siquiera una inmunidad interna capaz de desactivar la amenaza exterior. Cuando se manifiesta tal amenaza, se llame Estados Unidos u otra, es el pretexto para mantener un estado de excepción permanente, que, librado de las leyes existentes, vacía de contenido la vida política y destierra sus instrumentos de regulación, empezando por los partidos y las asociaciones. Si le agregamos a esto la crisis de las ideologías, sólo queda entonces el recurso de la religión para canalizar la frustración y articular la demanda de cambio.
Por mucho que el islam militante parezca hoy dirigido contra Occidente, su consolidación se debe ante todo a una consecuencia de la parálisis interna de los Estados árabes. Dejemos de lado el caso saudí, donde el poder político y la institución religiosa no han cesado de confundirse desde la fundación del reino. En cualquier otro lugar el avance del islam político implica una reislamización de la sociedad, más como una respuesta a poderes que se consideran ineficaces, inocuos e incluso impíos que como reacción a la modernidad.
Probablemente habría que tener en cuenta el aporte de la revolución iraní, que acompañó el regreso a la religión con un discurso antiocciodental que no tardó en difundir el islam árabe a través de los chiítas del Líbano. Sin embargo, el islam político en su variante sunita ha permanecido insensible a esta tendencia, por lo menos hasta el final de la yihad afgana, que permitió a los antiguos muyahidines, con Bin Laden a la cabeza, elegir a un nuevo enemigo.
Mientras tanto, la reislamización de Argelia y Libia se ha orientado hacia la recuperación del espacio político nacional.
Pese a tratarse del resultado de un déficit democrático, el auge del islam político no puede ser una respuesta al callejón sin salida en que se encuentran los Estados musulmanes y las sociedades árabes. Vale mencionar el ascenso y la caída de los Hermanos Musulmanes en Egipto, su ascenso al poder fue tan vertiginoso con la caída de Hosni Mubarak como lo fue su descenso un año después de que Mohamed Morsi ganara las elecciones y ejerciera un poder tan despótico y omnipotente como su antecesor para finalizar repudiado por el pueblo egipcio.
Además de ser una manifestación de la resistencia a la opresión, la salida al islam político es el fruto del fracaso de las dictaduras árabes de los últimos 50 años. En definitiva, el fraude de la salida del igualitarismo propugnado por las ideologías progresistas en este sentido se asemeja al auge de los fascismos en Europa. Esto es claramente visible en las sublevaciones árabes conceptualizadas como primaveras democráticas.
Lo cierto es que nunca hubo algo a lo que llamar o conceptualizar de esa manera. Nunca han existido tales primaveras. Aun así, el respaldo a la pretensión del islam político de representar una fuerza de cambio equivale a aceptar que el déficit democrático será perenne y que la cita con la modernidad, para los árabes, seguirá siendo un fracaso.
Salta a la vista cuán falsa es la ilusión de que el islam político ofrezca la posibilidad de salir del infortunio árabe y la frustración de sus pueblos, cuando lo real es que es uno de sus elementos constitutivos. No se puede olvidar que, más allá del yihadismo del Daesh o Estado Islámico, el papel cada vez más extendido del pensamiento religioso supone una regresión en el sentido estricto del término, es decir, con respecto a la historia árabe misma; una historia que el islamismo contemporáneo pretende anular, no sólo por lo que respecta a sus etapas más recientes, sino incluso a la época clásica para regresar al principio de islam puro.
Sólo volviendo a esa historia y contemplándola en toda su complejidad se podría concebir el final del infortunio y la dificultad de los pueblos árabes a manos del islam político.
En lo relativo al islam clásico, la unanimidad es inmediata. Salvo algunos racistas, que se dicen árabes y adoran el imperialismo teocrático persa, que no han sabido digerir a Voltaire, ya nadie razonablemente cultivado cuestiona que el islam, su grandeza inicial —retomando la expresión de Maurice Lombard—, representó uno de los capítulos más fecundos de la historia de las civilizaciones. Tanto así como que el islam actual no quiere, no sabe o no puede librarse de lo que lo daña y lastima tan profundamente: el islam político. Si así no fuera, no se entiende el silencio del primero ante los hechos actuales y los crímenes que el segundo ejecuta en su nombre.