Se lo ve agotado. Molido. Las frases le pesan. Sus reflejos mediáticos han decaído. Ya no es el mismo de meses atrás. Ale -así lo llama a Fantino- le hace de terapeuta en Animales Sueltos. La entrevista se torna circular. Redundante. Ambos intentan -en vano- entender qué pasó: hace un puñado de meses atrás, era el retador estrella para tumbar al kirchnerismo; hoy, en cambio, empieza a rozar la cifra de un dígito en las encuestas. El análisis termina en indignación: “Hace un año que el deporte político en la Argentina es pegarme”.
Sergio Massa es el reflejo nítido de la Argentina pendular. De kryptonita de Cristina Fernández a opositor de cabotaje. De sensación televisiva a piantarating. De imán del peronismo bonaerense a político desairado por sus socios del conurbano. De una oratoria consensual a una diatriba que no deja títere con cabeza. Todo ha cambiado para este joven abogado de 43 años. Todo en tan solo medio almanaque.
El adjetivo testimonial acecha al candidato tigrense. Y lo sabe. Por eso, el cambio de estrategia discursiva. Poco queda de aquella narrativa sustentada en el diálogo, la armonía y los mensajes papales. A medida que su figura se fue apagando, el líder del Frente Renovador fue afilando sus exposiciones, subiendo el volumen. Menos propuestas e iniciativas, más ataques directos a Daniel Scioli y Mauricio Macri y más dardos contra el “círculo rojo”. A tal punto que la semana pasada se solidarizó con Martín Lousteau, otra “víctima” del antikirchnerismo rabioso que desea pulir la grieta de cara a las PASO nacionales.
Si quisiéramos traducir este giro discursivo dentro del -amplio- credo justicialista, Massa estaría pasando del tercer Perón (1973-1974, hoy rescatado por Julio Bárbaro, Eduardo Duhalde y José Manuel de la Sota), que ponía la reconciliación, la democracia y la unidad nacional por encima de las diferencias ideológicas, al kirchnerismo vertiginoso (2007-actualidad) que conjuga rabietas, intensidad y declaraciones inflamadas. Por ahí intenta regresar a las tapas de los diarios y frenar la sangría de dirigentes que huelen poder en otros espacios.
Otra coincidencia con el cristinismo es la confrontación -más moderada, obviamente- con sectores gravitantes de la economía. El antiguo militante de la Unión del Centro Democrático comenzó a precisar qué intereses afectaría para cumplir con sus promesas más tentadoras: 82 % móvil para los jubilados, eliminación del impuesto a las ganancias para el sector asalariado y eliminación del cepo cambiario en los primeros 100 días de gestión. Los grupos dedicados al juego y a la renta financiera serían los que, mediante una reforma impositiva, otorgarían los fondos necesarios.
Eso sí, el ethos punitivo no lo menguó; al contrario, lo acentuó. El eje estructurante de su publicidad, sin duda, continúa siendo la seguridad. Cámaras, unidades monitoreadas por GPS, drones y patrulleros por doquier conforman el sistema orwelliano que propone para reducir el delito. Fórmula que en Tigre le dio resultado: redujo el crimen en un 80 %. Cierran el panfleto: recrudecimiento de las penas, terminar con los “jueces garantistas” y “meter presos a los ñoquis de La Cámpora”.
Tampoco perdió la levedad en las entrevistas. Ahí Massa anda suelto, con el protocolo mínimo. Y si bien ya no se lo percibe tan friendly como hace un par de meses atrás, el trato canchero permanece. Proximidad, tuteo, analogías entre el fútbol y la política, llamar por su apodo a los periodistas y anécdotas de barrio, son algunos de los artilugios que utiliza para transformar una conversación entre profesionales en una charla distendida entre amigos.
Aunque, vale aclarar, su presencia en los plató televisivos es cada vez menor. Clarín, que optó por Mauricio Macri como contrincante del kirchnerismo, le quitó el blindaje mediático. Y con eso, el exjefe de gabinete perdió visibilidad, marketing y cobertura positiva. Sus referencias en el multimedio se acotaron al alejamiento de algún intendente o a las disputas internas que se libran en el seno del Frente Renovador. Todas noticias negativas que tuvieron como propósito erosionar su autoestima para bajarlo de la carrera presidencial. Objetivo que el conglomerado cumplió parcialmente: lo desinfló en intención de voto, pero no logró derribarlo.
Como daño colateral, el exdirector del ANSES tuvo que modificar la morfología de su campaña. Sin el Estado (Macri y Scioli cuentan con las estructuras de los gobiernos provincial y porteño) ni el armazón mediático de Magnetto como plataformas, el diputado nacional ahora se apoya en megacaravanas, grandes caminatas, mensajes telefónicos, redes sociales y gráfica callejera. Todo digitado por el publicista Ramiro Agulla, otrora promotor de Fernando de la Rúa (1999) y Carlos Menem (2003).
Pero Massa no es el único caso de bullying mediático en el país. Juan Carlos Blumberg, Felipe Solá y Francisco de Narváez, por citar casos recientes, son otros ejemplos palmarios de lo que puede hacer el poder económico-mediático cuando está ansioso por ganar una batalla política-cultural. Un entramado capaz de crear, potenciar y destruir a un candidato en la misma jugada electoral. Falta saber si el tigrense es la regla o la excepción. “Yo tengo espíritu de equipo chico. Me encanta arruinarle la fiesta a los grandes”, advierte. Y hay que prestarle atención: nada más impredecible que un peronista despechado.