Scioli viaja en ejecutiva

Gonzalo Sarasqueta

Y el thriller Polarización nunca se terminó de rodar. A tan sólo un par de agujas de las urnas, el suspenso se extingue. La torta electoral continúa cortada en tres porciones: una de considerable tamaño, Frente para la Victoria (42%), y dos de modestas dimensiones, Cambiemos (28,2%) y Unidos por una Nueva Argentina (22,9%). El dividendo, reflejo de la última encuesta de Ipsos & Mora y Araujo, consultora que, entre tanta lotería demoscópica, anduvo con puntería en las PASO, avisa que el pleito por la Casa Rosada se definiría el próximo domingo.

Pero los guarismos no son los únicos que avientan el fantasma del ballotage: Daniel Scioli hace lo suyo. El número 9 de Villa La Ñata saltea las páginas del almanaque y actúa como si ya estuviera en las vísperas de su asunción. Su agenda se parece más a la de un candidato electo que, sereno, finiquita detalles para tomar el bastón presidencial, que a la de un aspirante frenético que, desesperado, gasta las últimas municiones verbales para cerrar la campaña lo más alto posible.

Prueba palpable es la extensa lista de apellidos que brindó para su potencial gabinete. Cada día, como quien anuncia obras, da mítines o inaugura escuelas, presenta un eventual ministro o secretario nuevo. Así hizo pasar por la pasarela a Silvina Batakis, ministra de Economía; Alberto Pérez, jefe de Gabinete; Sergio Urribarri, ministro del Interior; Maurice Closs, secretario de Turismo; Ricardo Casal, ministro de Justicia; Daniel Filmus, ministro de Ciencia y Tecnología; Diego Bossio, ministro de Infraestructura y hasta incluso deslizó que el nuevo inquilino de la Agencia Federal de Inteligencia (AFI), desplazando a Oscar Parrilli, sería Gustavo Ferrari. Dato llamativo, ya que este puesto, por seguridad, suele ser uno de los últimos en salir a la luz de la opinión pública.

La arquitectura, como se observa, es un mix de gobernadores, funcionarios bonaerenses y kirchneristas de baja intensidad (Bossio y Filmus). Nada de “cristinismo nuclear” ni “camporismo infiltrado”. La “teoría del cerco” o, mejor dicho, “la muralla china”, con Carlos Zannini a la cabeza, se va diluyendo a medida que se acerca el traspaso de la chequera en Balcarce 50.

Otro síntoma son las reuniones que entabla con presidentes vecinos. A diferencia de sus adversarios, que posan con celebrities como Susana Giménez o patean por los arrabales de la provincia en búsqueda de vacilantes, el gobernador bonaerense se prueba el traje de jefe de Estado y se muestra con Dilma Rousseff y Tabaré Vázquez. Como si ya fuesen sus pares. CFK, ¿celosa? Puede ser, pero no hay mucho margen para las emociones: la apuesta está hecha y es todo al naranja. La ruleta peronista determinará si la cabecilla del Frente para la Victoria resolvió con olfato de jugadora profesional o vicio de ludópata.

Y esto no es todo. El mandamás bonaerense, además, se da el lujo de hacer un role playing. Mandó a Juan Manuel Urtubey —su carta escogida para Cancillería— al Consejo de las Américas, en Estados Unidos. Allí, la esperanza blanca del peronismo confesó la imperiosa necesidad de llegar —cuanto antes— a un acuerdo con los fondos buitre. Miguel Bein, asesor económico de DOS, lo secundó desde tierras criollas. El simulacro tuvo buena recepción en la góndola justicialista, no así en el círculo kicillofneano, que interpretó la movida como una invasión doble: a la soberanía del país, en el formato épico, y a la cofradía del ministro sin corbata, en la versión realpolitik.

Mientras tanto, Sergio Massa y Mauricio Macri ensayan una especie de polarización de cabotaje. Fenómeno peculiar, por no decir inédito. Porque es normal que el tigrense, cabalgando tercero en la contienda, se ponga cáustico e invite al jefe porteño al ring mediante chicanas como que el voto amarillo es “inútil”, porque él es el único que puede voltear en una segunda vuelta al kirchnerismo, “Macri es una invitación al pasado” o, directamente, lo rete a un debate televisivo “mano a mano”. Ahora, lo extraño es que el ingeniero se obsesione mirando su piso en vez de su techo. Casi todos sus dardos van dirigidos hacia el hombre del Delta; pocos cartuchos quedan para La Plata. El resultado de esta estrategia ha sido contraproducente para él: lo clavó en los sondeos y, en paralelo, produjo con Massa una nivelación impensada a principios de año, cuando algunos, por ejemplo, quien escribe, pronosticaban que el ex director ejecutivo de la Administración Nacional de la Seguridad Social finalizaría en la cifra de un dígito.

El daño colateral —que preocupa al antikirchnerismo rabioso— es que, si se sigue agudizando esta batalla de segundo orden, en un escenario de ballotage la selfie entre ambos opositores, necesaria para doblegar al capataz bonaerense, se transformaría en una quimera. Por eso, desde el círculo rojo intentan ponerle paños fríos a la riña, delimitar las reglas del combate y mantener los vasos comunicantes entre Parque de los Patricios y Tigre. Parafraseando a Leandro N. Alem: “Que se doble, pero no se rompa”, parece ser la consigna que sobrevuela.

Lejos de estas turbulencias, Scioli viaja tranquilo en clase ejecutiva. Disfruta el recorrido. “Mientras ellos pelean por el segundo puesto, yo estoy abocado al desarrollo del país”, deslizó, altivo, hace un puñado de días. Así atraviesa la campaña. Y, cuando se aburre, se pasa a la cabina, le pide permiso a la jefa y tantea el volante. Ella lo deja, pero apenas un ratito. Quizás cuatro años, como mucho. No vaya a ser que le tome el gusto a volar solo.