“Gorila”, “fusiladores en el 55 y en el 2001”, “séquitos de Videla”, “cipayos en oferta”, “lacras venenosas”, “neofascistas”, “resaca nazi”, “militonto”, “cleptómanos profesionales”, “otro cibertibio”, son algunos de los descalificativos —más originales— que estuvieron rebotando la última semana en las redes sociales. Hay de y para todas las fuerzas políticas. Lejos de ser propiedad exclusiva de uno, el fenómeno es transversal. Contamina a toda la góndola.
Se sabe que en el barrio 2.0 abunda el lenguaje cloacal. La virtualidad es una arena propicia para despedir todas aquellas escatologías verbales que, en persona, en el mundo tangible, pocos se animan a decirle en la cara al vecino, amigo o compañero de trabajo. La red es un atajo para la cobardía. Siempre lo fue, pero nunca como en estas horas. El nivel de agresividad que se desató después de conocerse la voluntad de las urnas es inédito. ¿Por qué? ¿A qué se debe? ¿Estamos listos para afrontar un ballotage de estas características?
Para empezar, recalcar la sorpresa de quien escribe. Supuestamente estábamos ante una campaña electoral de baja crispación. Los tres principales candidatos —Daniel Scioli, Sergio Massa y Mauricio Macri— se manejaron dentro del margen crítico que permite cualquier sistema democrático. Hubo contados golpes bajos. La negatividad brilló por su ausencia. Sus discursos se articularon en torno a abstracciones tales como “esperanza”, “victoria”, “cambio”, “fe”, “diálogo”, “consenso”. A tal punto que, a principio de año, desde los medios de comunicación se les pidió precisión, contundencia y hasta inclusive mayor diferenciación entre ellos. Deducción al vuelo: ellos no fueron los artesanos de este fanatismo in crescendo. A bucear en otras aguas.
Quizás sea el momento de sumergirse en la cultura política, ese cúmulo de prácticas, valores, creencias, opiniones, preferencias y costumbres que compartimos como sociedad. Con este lente analítico, se podría hallar una explicación tentativa. Un primer paso puede ser el mesianismo. Ninguna novedad. A lo largo de estos 200 años y monedas, nos hemos acostumbrado a tercerizar nuestras responsabilidades, obligaciones y expectativas en un líder redentor. Un individuo ubicuo, todopoderoso y mítico que nos llevaría —sin mucho esfuerzo ni sacrificio— a los portones del paraíso: primer mundo o liberación, según la cantinela ideológica. Empresas que, espiando por el espejo retrovisor de la historia, han terminado en auténticos escombros.
Y mesianismo no rima con tolerancia. Cuando la emotividad desplaza por completo al intercambio racional, elimina el equilibrio entre razón y sensibilidad que debería albergar cualquier acción política, los matices se vuelven una especie en extinción. La ideología muta en catecismo. El derecho al disenso pasa a ser la excepción, no la norma. Y el repertorio lingüístico circulante cambia drásticamente: el adversario ahora es un enemigo, el aliado se convierte en un servidor condescendiente y los seguidores se transforman en soldados o apóstoles al servicio de la causa. En otras palabras: el imaginario político le cede el paso al bélico.
Pero el cortocircuito continúa. Al moverse solamente en un monoambiente de ideas, la capacidad dialógica se atrofia. Se consolida un pensamiento autista, cerrado e impermeable a cualquier reflexión exterior. Sólo se consumen opiniones afines. El perímetro del sentido común del ciudadano finaliza en el mismo punto donde concluye su catecismo. Todo aquel que provenga del otro lado de la frontera y pretenda desarmar la estructura de creencias mediante un análisis distinto es apedreado simbólicamente. Los anticuerpos de la necedad se activan. Cuanto más se extienda en el tiempo este círculo vicioso, más vehemente será el ataque hacia la materia gris foránea.
Cuando urge salir de la zona intelectual de confort, en este caso porque se debe convencer a un 30% de indecisos para ganar un ballotage, queda en evidencia la falta de entrenamiento para persuadir, explicar o fundamentar. Y, ante esta impotencia, aparece la falacia ad hominem: atacar a la persona y no al argumento. Un recurso que, sin duda, genera el efecto contrario: en vez de embelesar voluntades, se las expulsa del espacio. Y ahí se redobla la apuesta combativa. Aumentan la persecución, el interrogatorio y el linchamiento. Pero, salvo que se esté ante un caso de síndrome de Estocolmo político, la inquisición 2.0 termina ahuyentando el voto. Pocos parecen entender esta ecuación sencilla.
El universo 2.0 ha subrayado esta falencia que tenemos como sociedad. O, mejor dicho, la ha sacado a la luz, porque la intolerancia siempre estuvo ahí, latente, entre nosotros. Solamente que, ahora, la exposición, el feedback y la instantaneidad de estos dispositivos, más la instancia de un escenario polarizado, como una segunda vuelta, la han puesto sobre el tapete. Restan diecinueve días para el cuarto oscuro, tiempo escaso para dar un salto importante en materia deliberativa. Pero, para comenzar a sembrar, la primavera es una estación ideal.