Anatomía de un regreso radical

Gonzalo Sarasqueta

“Siempre adelante, radicales. Adelante sin cesar. Que se rompa y no se doble”, traía tímidamente de fondo un par de parlantes. En Adolfo Alsina al 1786, el color lo ponía un puñado de militantes fieles, que tronaba a capela: “¡Olé, olé, olé, olá, yo tengo hue…, sigo siendo radical!”. A metros, Leopoldo Moreau, escoltado por el misionero Mario Losada, intentaba explicar ante las cámaras la peor cosecha electoral de su historia: 2,34% en el rubro presidencial. El partido político más antiguo del país ingresaba a terapia intensiva el lunes 28 de abril de 2003.

Doce almanaques después, la escudería centenaria muestra síntomas de mejoría. Si bien en la máxima categoría la deuda continúa —Ernesto Sanz sumó en las PASO tan sólo el 3,45 por ciento—, su musculatura recupera volumen: tres gobernadores —Ricardo Colombi (Corrientes), Gerardo Morales (Jujuy) y Alfredo Cornejo (Mendoza)—, dos vicegobernadores —Daniel Salvador (Buenos Aires) y Jorge Henn (Santa Fe) —, 446 intendencias, 43 diputados y nueve senadores nacionales (será la segunda fuerza partidaria del Congreso). “Si se esperan las ruinas, en las ruinas encontrarán una bandera”, advirtió alguna vez Ricardo Balbín.

Claro que la cicatrización del tejido no fue sencilla. El camino tuvo sus mareos: la importación de un candidato justicialista como Roberto Lavagna, en el 2007; la alianza con Francisco de Narváez, en el 2011; y el fugaz entramado UNEN, en el 2014. Prueba y error, hasta llegar a los portones del PRO. Ahí las piezas cuajaron. A la Unión Cívica Radical (UCR) le faltaba una cabeza, Mauricio Macri andaba en búsqueda de un cuerpo: win to win fue el resultado. ¿Capitulación ideológica?

No. Como movimiento de masas, el radicalismo ha alojado en su seno diferentes líneas de pensamiento y acción. El siglo XX fue testigo de esas vicisitudes: el populismo —sin connotación negativa— de Hipólito Yrigoyen, el liberalismo de Marcelo T. de Alvear, el desarrollismo de Arturo Frondizi, el republicanismo de Balbín y la socialdemocracia alfonsinista, por citar los casos que calaron en el imaginario social. Por ende, aquella proclama de Leandro Alem: “Se nos ha llamado radicales intransigentes. ¡Aceptamos ese nombre con orgullo!”, es sólo una nostalgia, propia de una época en la que el partido habitaba los márgenes del sistema político. Las boinas blancas entendieron —antes que el peronismo y con menor plasticidad— que las riendas de este país se llevan mejor con el cuarteto churchilliano de “sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor” que con la pureza de las doctrinas.

Hoy la UCR retoma de su extensa biografía las páginas escritas por Balbín. Sea por alergia al kirchnerismo o vocación institucional de la actual cúpula, el legado del Chino es la guía en estos tiempos. La división de poderes, el espíritu cívico, la transparencia, la libertad de expresión y el consenso son el motor de los ejes de la UCR en el 2015. Antes de separar los paquetes ideológicos, hay que restaurar el edificio republicano. Esa es la prioridad. Esa es la agenda. Eso es Cambiemos para los radicales.

La jugada craneada por Ernesto Sanz en la Convención de Gualeguaychú, como se observa, está dando sus frutos. La recomposición partidaria avanza en paralelo al derrumbe del kirchnerismo. Solamente resta concretar el asalto a Balcarce 50, operación a cargo de la vanguardia amarilla; en la retaguardia quedaron el martillo y la pluma.

Y, precisamente, este es uno de los escollos a superar por la UCR en los años venideros: no convertirse en la versión casera del Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB). Es decir, transformarse en un copiloto esencial para formar coaliciones de Gobierno, pero no para agarrar el timón. Para eso, deberá comenzar a modelar su propia figurita presidencial. Proyectar un liderazgo contundente, moderno, carismático y con recorrido ejecutivo. Sanz demostró capacidad de armado, aunque carece de estas virtudes. Sólo estuvo a cargo del municipio mendocino de San Rafael. El resto de su currículum está plagado de referencias legislativas.

Revisando el semillero, asoman figuras interesantes. Ramón Mestre, intendente de la capital cordobesa, es una de ellas. Posee linaje (es el hijo del ex gobernador y ministro del Interior, Ramón Bautista Mestre), detenta frescura (tiene 43 años) y, además, recuperó la ciudad después de 12 años de gestión peronista. José Corral, con 47 años, a cargo de la municipalidad de Santa Fe, también emerge como alternativa sub 50. Entre los curtidos, habrá que ver cómo evolucionan las experiencias provinciales de Morales y Cornejo. Esto sin descartar, a largo plazo, la adopción de un dirigente, con horizonte en la ciudad de Buenos Aires, como Martín Lousteau. El economista tiene feeling con Sanz y cuenta con el respaldo del radicalismo porteño. Todo puede ser.

El otro desafío que aparece es la gobernabilidad. Desde aquel añejo 12 de octubre de 1928, cuando Marcelo Torcuato de Alvear finalizó su mandato constitucional, la fuerza no ha podido concluir en orden y tiempo un período presidencial. Si se impone en el ballotage y llega entero a diciembre del 2019, Macri les podría dar una mano con el entierro del axioma “Sólo el Partido Justicialista puede gobernar la Argentina”. Mientras tanto, los dirigentes que estén en primera línea de combate deberán probar que, al igual que los peronistas, no padecen el poder: al contrario, lo disfrutan. El verdadero cambio empieza por ahí.