Por: Gustavo Gorriz
Donde Popeye no come espinaca
Si visitas Medellín y preguntas por Popeye, casi con seguridad creo que nadie se remitirá al mítico marinero, ese personaje creado por Elzie Crisler Segar en 1929 y que hizo historia durante generaciones. Él, junto a su novia Olivia, enfrentaba míticos enemigos mientras recuperaba fuerzas con sus enlatados de espinaca. En el pueblo “paisa”, como gustan llamarse en esa región colombiana, Popeye es la suma del sicariato más la muerte, fue la mano ejecutora de Pablo Escobar Gaviria durante años, esos años dramáticos en el que el narcotráfico hizo y deshizo en esa bellísima ciudad.
Hoy que la telenovela El patrón del mal triunfa en muchísimos lugares del mundo, incluso en el prime time de la televisión argentina, es preciso recordar el feroz daño que Pablo, así a secas, le hizo a toda Colombia durante años. Su historia es muy conocida, pero no está de más recordar que construyó a través del cartel de Medellín una de las más cuantiosas fortunas del planeta, que hizo de la droga un negocio internacional, que mató a mansalva e incluso incursionó en la política. Además, para muchos desamparados se transformó casi en un santo, usando millones de ese dinero mal habido en un apoyo solidario allí donde el Estado jamás había llegado. Detrás de ese personaje central, estaba la mano derecha feroz del líder del cartel, Popeye, hoy noticia en su país, porque habiendo sobrevivido y tras muchos años de cárcel, propone cooperar con su experiencia en la solución de los problemas de Colombia, en un intento de “reinsertarse socialmente”, próximo a salir tras décadas de encierro. Puede parecer realmente insólito, pero en septiembre del año pasado, le brindó una extensa entrevista a la popular revista Semana en la cual no ahorró detalles de su macabra obra: unas trescientas ejecuciones directas y la participación en cerca de tres mil asesinatos. Incluso no considera un asesino a su difunto jefe, ya que “no mató en forma directa, a más de veinte personas en su vida”.
Los dichos de John Jairo Velázquez (Popeye) –Marino, para quienes siguen la popular serie televisiva– superan la imaginación del más pintado; y lo peor es que son tristemente ciertos. Llega incluso a relatar en detalle cómo recibió y obviamente cumplió el peor de los encargos de su vida: matar a su propia novia, la ex reina de belleza Wendy Chavarriaga, que había sido mujer de Escobar, pero más tarde y autorizada por éste, noviaba con Popeye. Para su desgracia, la joven entró en negociaciones con la DEA y Pablo, luego de hacerle oír las escuchas grabadas le ordenó: “Ve y mátala”. A Escobar no se lo contradecía, su gente le debía la lealtad más absoluta o la muerte, que por cierto muchos conocieron. También conmueve en la entrevista, el relato del asesinato del mejor amigo de Popeye, quien consciente del hecho solo le pidió la lectura de algunos salmos de la Biblia, conocedor al fin, de los códigos a cumplir que ambos profesaban.
Lejos del mundo de la telenovela, es muy interesante ver el documental Pablo Escobar: ángel o demonio (Jorge Granier Phelps, 2007) donde el sicario completa estos relatos en los que la vida y la muerte penden del más delgado de los hilos: “Uno se acostumbra a la muerte y vive con ella”. Sin duda, ese es uno de los legados que el narcotráfico le dejó a Medellín y a toda Colombia durante décadas y que no ha logrado extirpar aún en forma definitiva. En esta historia se suman cientos de secuestrados y miles de asesinatos encabezados por jueces, políticos y policías, pero también por gente de la calle que tuvieron la desgracia de cruzarse con estos sacerdotes de la muerte.
Hemos tenido muchas oportunidades de enamorarnos de Colombia, nunca como turistas, sino en el apasionado trabajo de intentar entender los problemas de la región, muchos de ellos comunes con los de nuestro país. Medellín tiene además para los argentinos, el particular encanto de encontrar a Gardel en cada esquina, pudiendo asegurarse que allí donde encontró la muerte en 1935, es más festejado que en su propia casa. Pese a tantos años de dolor, el colombiano no pierde su sonrisa, el encanto en su decir, la gracia de sus damas y su disposición para con el extranjero, pero sobre todo, creo, el digno llevar de sus desgracias, aquellas con las que ha debido convivir y que aún sufre en tan bella tierra: el narcotráfico, las FARC, los paramilitares y la violencia cotidiana.
Todo este recordatorio viene a cuento porque hoy que la televisión muestra a diario y con alto rating toda esta desmesura, muestra también la humanidad que esos personajes tienen y que pueden encandilar a algunos inocentes. Ya lo hizo maravillosamente Scorsese en Goodfellas (Buenos muchachos), esa película de 1990 que recorre el ascenso y la caída de un grupo de mafiosos, con las inolvidables actuaciones de De Niro, Liotta y Joe Pesci. En ella, estos asesinos despiadados también tenían familia, hijos y una vida con la cual simpatizar, pero al igual que los sicarios del cartel de Medellín, eran capaces de cometer las peores atrocidades en un ser humano.
Hoy que el narcotráfico dejó de ser una anécdota cinematográfica en la Argentina. Hoy que el delito le disputa territorios al control policial, que “familias” empiezan a tener un nombre sinónimo de muerte, sea en Buenos Aires, Rosario o Mendoza, hoy que la policía decente batalla con la corrupta al igual que en las novelas de Raymond Chandler, es bueno tener presente que el “patrón del mal”, en cualquier lugar del planeta, es como la lepra en la antigüedad, infecta y destruye todo a su paso.
Medellín llegó a figurar en la guía Lonely Planet como la capital internacional de la cocaína y también llegó a tener la tasa más alta de Sudamérica en homicidios y una de la más alta del mundo. Sufrió demasiado y pagó un alto precio por el paso de Escobar Gaviria por sus calles. Lo vivido no debiera ser ignorado por nadie y no es tiempo ni para la más mínima de las distracciones.