Por: Gustavo Gorriz
Hace pocos días, el 12 de julio, Juana Azurduy tuvo el aniversario de su onomástico y este 15 de julio se le concedió el altísimo honor de tener un imponente monumento en cercanías a nuestra casa de gobierno, que fue inaugurado por nuestra presidente y por Evo Morales, el presidente del Estado Plurinacional de Bolivia, país que donó la obra y donde la generala argentina ostenta el grado de mariscala desde agosto del 2011.
Es bien sabido y fue muy comentado el hecho de que dicho monumento fue emplazado allí donde se encontraba el de Cristóbal Colón, obsequio de la comunidad italiana en el centenario de la Revolución de Mayo e inaugurado allá por 1921. La obra del navegante genovés, de 623 toneladas y una altura de 26 metros, fue esculpida en mármol de Carrara por el reconocido artista Arnaldo Zocchi.
Podemos imaginar que Juana Azurduy se anotició sobre la existencia de Colón en los pocos años de estudio que cursó en el convento de Santa Teresa de Chuquisaca, tiempo antes de emprender su valerosa gesta patriótica. Lo que sí es mucho más seguro es que jamás imaginó que confrontaría siglos después con la figura que descubrió América por un lugar privilegiado detrás de la emblemática Casa Rosada. Seguramente tampoco vislumbró en vida las merecidas palmas y honores que le depararía el destino. Juana Azurduy murió en medio del abandono y la indigencia un 25 de mayo de 1862. Esa fecha, insigne para los argentinos, aquel lejano 25 de mayo, fue enterrada en una fosa común, de donde sería rescatada un siglo después para ser depositada en un mausoleo levantado en su honor en la ciudad de Sucre, en Bolivia.
Seguramente, Cristóbal Colón o Cristoforo Colombo, el marino genovés que descubrió América cuando se encontraba al servicio de la Corona de Castilla, no hubiera imaginado que la historia lo vincularía con las controversias provocadas por las acciones que los españoles realizaron con el descubrimiento de América, mucho más allá de su muerte, en los siglos que le sucedieron. Se requeriría un espacio sideral para describir y evaluar la extraordinaria aventura de este almirante, navegante de mares desconocidos, que dio con ese continente que generó un nuevo mundo, y cuyo nombre inspiraría múltiples denominaciones, desde el estado de Columbia en EEUU hasta el país hermano de Colombia, e incontables calles, esculturas, centros culturales y monumentos que lo volvieron un ícono mundial.
Todos aquellos que pintamos u ocultamos canas recordamos en nuestra niñez haberle rendido honores escolares en un feriado sagrado, como era el 12 de octubre, por entonces Día de la Raza. Por aquellos días se festejaba sin discutir la oportunidad en que el marinero Rodrigo de Triana en 1492 avistó tierra en el continente americano. Después de muchas discusiones y cambios, en el 2010 en la Argentina pasó a denominarse Día del Respeto por la Diversidad Cultural, seguramente más ajustado a los pensamientos actuales.
Volviendo al tema de los monumentos, fue triste y destemplado ver caído durante meses a Colón al pie del que fuera su emplazamiento; también fue triste y destemplado ver la disputa por su reubicación y su posterior traslado, desguazado y poco elegante, a su nuevo destino, el espigón Puerto Argentino de la Costanera de Buenos Aires.
Toda esta controversia quizás podría haberse evitado, quizás entre el edulcorado Día de la Raza de hace 50 años y el edulcorado Día del Respeto por la Diversidad Cultural falte la serenidad de ubicar a las personas y a las circunstancias en los respectivos contextos de la época y evitar esta costumbre tan masificada de analizar hechos ocurridos hace siglos a la luz de nuestras actuales y pobladas bibliotecas. Sin dudas que la conquista de América fue dura, como fueron todas las ocurridas durante siglos y en todos los continentes. También es de caballeros aceptar que los pueblos originarios no eran alegres indígenas que convivían en paz en medio de la vida silvestre. Por el contrario, muchísimas de esas poblaciones se aliaron con los conquistadores, hartos de los abusos, de la brutalidad, de la esclavitud y de la muerte que sufrían en manos de las tribus dominantes.
Colón formó parte de una época, de una época irrenunciable y gestora de nuestra propia historia, y esto va más allá de cualquier consideración y de cualquier interpelación sesgada que pueda hacerse hoy y que parece sinceramente una tontería suprema. Juana Azurduy, por su parte, fue olvidada durante muchísimos años, llegó su nombre a conocerse en forma masiva a través de una hermosísima canción de Mercedes Sosa (álbum Mujeres Argentinas, 1969) y, finalmente hoy, se ha salvado en nuestro país con este merecido homenaje, una enorme injusticia con aquella mujer que entregó la vida de toda su familia por la independencia americana. Una mujer que encarnó además el valor en mil batallas y que recibió el grado de teniente coronel por orden de Martín de Pueyrredón y a la que el propio Manuel Belgrano le hizo entrega simbólica de su sable.
Es un deber contextualizar estos hechos extraordinarios, realizados por una mujer en una época en que la condición femenina carecía de valor, lo que enaltece sus logros de manera infinita.
Finalmente, debemos preguntarnos de la manera más sencilla y elemental si la generala Juana Azurduy merecía el reconocimiento otorgado, la estatua y la ponderación americana. La respuesta definitiva es sí. Ahora bien, ¿era necesario emplazarla en el lugar en el que se encontraba la de Cristóbal Colón y desplazar al almirante genovés del sitio en el que se mantuvo imperturbable durante más de nueve décadas? Preguntarse también, ¿era imprescindible que Juana Azurduy estuviera en contacto con nuestra casa de gobierno? Y finalmente, ¿no existen otros emplazamientos acordes, destacados, nuevos, insignes, en una gran ciudad como es Buenos Aires?
Seguramente sí existen. Seguramente esta controversia pudo haber sido evitada. Seguramente, en un imaginario encuentro celestial entre el almirante y la generala, hubieran salvado estas diferencias con un abrazo fraterno, humano, imperfecto, respetando mutuamente sus virtudes y sus errores, y evitando el endiosamiento que genera la política y la ideología.