Los argentinos empezamos a conocer el significado de lo que ha dado en llamarse “garantismo”, y lo estamos conociendo por sus frutos, hoy evidenciados en una repentina y cruel ráfaga de episodios de justicia por mano propia.
Muchas voces se han alzado frente a los lamentables arrebatos de justicia vindicatoria que, aún cuando puedan explicarse, en modo alguno resultan justificables. Se ha señalado como causa, y no sin razón, la ausencia del Estado, pero sin profundizar quizá suficientemente los pormenores de tal ausencia.
Sería posible efectuar una larga enunciación de las razones que nos colocan donde estamos, entre las cuales podríamos citar el rol policial caracterizado por el desborde material, las limitaciones legales, el maltrato judicial, todo ello sin dejar de lado la deficiente preparación, la escasa motivación resultante de remuneraciones insuficientes y, desde ya, y en escala significativa, la corrupción. A ello debe sumarse la manifiesta incompetencia de la autoridad política responsable, incapaz de diseñar y ejecutar políticas eficaces de seguridad ciudadana en lo inmediato, y de contención y socialización orientadas al mediano y largo plazo.
Sin embargo, creo que no se ha puesto el debido énfasis en lo que a mi juicio constituye la génesis de la parte sustancial del problema y que radica en la formidable defección del poder de la República responsable de proveer al debido cumplimiento de la ley, en concreto en lo que se refiere a la aplicación de la normativa penal por parte del poder judicial.
La declinación de buena parte de los magistrados y fiscales –me refiero a aquellos que adhieren a la doctrina garanto abolicionista-, responsables de velar por la correcta y oportuna imposición de límites, ha dado lugar a una creciente e incontenible ola de impunidad, causa principal de los crímenes que cada día enlutan a la sociedad argentina. La impunidad determina una mayor y creciente presencia de delincuentes reincidentes en las calles y al mismo tiempo constituye una irresistible invitación a la comisión de delitos por cuanto, al no ser castigado, el crimen “paga”.
Tal resultado de impunidad proviene de la amañada interpretación de las normas procesales y de fondo, y se ha ido consolidando en una jurisprudencia muy peligrosa, que a su vez es invocada como fundamento para el desarrollo y profundización de la referida doctrina, cuyo último e inequívoco objetivo es la extinción de la pena de prisión y la lisa y llana abolición del derecho penal.
Esta corriente de pensamiento, liberadora de reincidentes peligrosos que saturan con sus crímenes la plana diaria de los medios de comunicación, se ha venido instalando silenciosa y discretamente a lo largo de los años en nuestros tribunales, ya sea a través de conmovedoras declaraciones de inconstitucionalidad -de institutos tales como la reclusión por tiempo indeterminado o la reincidencia-, o bien de sutiles modificaciones de la normativa procesal, ocasionando como resultado una peligrosa anomia del sistema penal.
Como quedara dicho, hoy vivimos el resultado concreto de tal experimento garantista, anotando índices crecientes de impunidad que dan lugar a una ola de criminalidad incontenible, desencadenante a su vez de la inaceptable reacción de una sociedad que, abandonada por sus dirigentes y privada de la impartición de justicia por el Estado, tan solo atina -equivocadamente pero sin mas alternativa a su alcance- a procurársela por su propia mano.
Y es que el garantismo, tan atento a resguardar los derechos del victimario, y tan indiferente a los de sus víctimas y a los de la sociedad, termina por morderse su propia cola al ser finalmente el delincuente –vía linchamiento- víctima de su sobreprotección.