Muy fuerte suena el silencio con que Lázaro Báez, su hijo Martín y Daniel Pérez Gadín han respondido al llamado de la Justicia para que den razón de sus procederes, en medio de un clima de fuerte efervescencia social ante la inusitada magnitud de los gravísimos hechos de corrupción serial puestos en evidencia por una labor periodística formidable.
Viene al caso así señalar que la declaración indagatoria es una herramienta del proceso penal de doble propósito: uno, en cuanto brinda al imputado de un delito la oportunidad de defenderse al aclarar su comportamiento y así disipar toda duda, y el otro, de servir al juzgador para acceder a la verdad de los hechos y no errar en su veredicto.
Sin embargo, en su artículo 296 el Código Procesal Penal de la Nación establece que el imputado podrá abstenerse de declarar y que en ningún caso se le requerirá juramento o promesa de decir verdad, ni se ejercerá contra él coacción o amenaza ni medio alguno para obligarlo, inducirlo o determinarlo a declarar contra su voluntad.
La citada cláusula legal se completa —a los efectos de estas reflexiones— con el último párrafo del artículo 298 del mismo cuerpo normativo, en cuanto declara que el silencio del imputado no implicará presunción de culpabilidad. El expuesto principio procesal reconoce su fundamento en la garantía consagrada por al artículo 18º de la Constitución Nacional, que determina que nadie puede ser obligado a declarar contra sí mismo.
Hasta aquí todo muy bien, pero si afinamos el análisis y ponemos a bailar en este minué a la verdad, podemos encontrar cierto ruido entre el “puede ser” de la Constitución Nacional y la no presunción de culpabilidad del artículo 298. ¿Por qué la Constitución Nacional dice “puede ser” y no dice “está”? La alocución pudo haber sido: “Nadie está obligado a declarar contra sí mismo”.
Creo que la respuesta es porque el imperativo no está dirigido al imputado —y por tanto no lo autoriza a mentir—, sino que va en otra dirección, que es coherente y complementaria con la expresión del mismo artículo 18º, cuando poco más adelante expresa: “Quedan abolidos para siempre la pena de muerte por causas políticas, toda especie de tormento y los azotes”.
En otras palabras, la Constitución Nacional nos dice que nadie puede obligar al imputado, en la forma que sea —por ejemplo, tortura, extorsión, etcétera—, a autoincriminarse, pero no lo releva necesariamente a este de decir la verdad.
Resulta entonces fácil advertir que la negativa a declarar por parte de quien aparece como protagonista relevante del hecho investigado y conocedor privilegiado de sus circunstancias no hace sino obstruir decisivamente la labor de quienes tienen la responsabilidad y la obligación de averiguar la verdad. Por ello, frente a la falta de colaboración del imputado, cuesta comprender el fundamento que pueda existir para premiarlo con una presunción de inocencia, que debería irremediablemente ceder ante su silencio.
Por otro lado, la incorrecta interpretación del aludido artículo 18º de la Constitución Nacional ha contribuido a instalar en el ideario colectivo la creencia de que ocultar la verdad o falsearla constituye un valor socialmente aceptable.