Por: Horacio Minotti
Planteamos en nuestra columna anterior que la Argentina necesita una revolución inversa, es decir, un cambio de los parámetros sociopolíticos que llevan a que vivamos en un entorno donde el hecho se impone a la ley. Se dijo también que a diferencia de una revolución ordinaria, ésta es pacífica, porque justamente el apego a la ley hace repugnante cualquier modo de violencia.
Dicha revolución no es ni puede ser una declamación moralista o utópica, por el contrario, debe consistir en una secuencia de hechos concretos, realistas, necesarios. La revolución inversa incluye un plan de gobierno pero va mucho más allá de él, es en realidad un proyecto de país, que surge de esas añoranzas de una Argentina que tal vez nunca vimos pero creemos que alguna vez existió; de nuestras potencialidades intelectuales, pero también morales y emocionales; del ejemplo de los países que nos gustaría ser, pero en el marco de nuestra idiosincrasia y nuestras costumbres.
Dar los pasos en la senda de la revolución inversa implica también organizarse, a efectos de definir con precisión a dónde vamos y por qué caminos, qué pie movemos primero que el otro para empezar el derrotero. Y es cierto, no podemos olvidar que hay que salir del paso, que hay que solucionar o al menos paliar coyunturas dramáticas e indispensables, pero también debemos entender que es tiempo de pensar y ejecutar las acciones que lleven a construir un país a 30 años vista.
Alguna vez, una generación de nuestra Argentina debe trocar el aplauso coyuntural por la gloria de la historia, esa gloria que posiblemente no conocerá en vida, tal vez perdiendo ese aplauso transitorio que suena como Chopin a los oídos del dirigente, pero que indefectiblemente termina siendo el abucheo posterior, y un nuevo regreso a un punto de partida que por reiterado, es doloroso.
Tenemos cosas por definir. ¿Queremos un país con producción y trabajo que fomente la industria nacional pero que a la vez no se cierre al progreso y al desarrollo en un mundo cada vez más integrado? ¿Tal cosa es imposible? Obviamente no lo es. Jamás es necesariamente un extremo o el otro. La industria nacional y el trabajo pueden protegerse y fomentarse con reducciones impositivas o a las cargas patronales, con incentivos y créditos; y todo ello sin restringir escandalosamente las importaciones de modo que falten medicamentos o insumos tecnológicos. Ningún país produce todo.
Hay que definir el perfil productivo de la Argentina pensando en qué tenemos y en qué puede hacernos importantes proveyendo al resto del mundo, y poner el énfasis productivo en ese sentido, abriendo las fronteras.
En temas como seguridad ciudadana por ejemplo, la potestad punitiva del Estado contra quien comete un delito, ¿es un concepto contrapuesto con el derechos humanos? De ningún modo. Endurecer irracionalmente las penas no conduce a nada, es cierto, pero tampoco que las condiciones de excarcelación o condenación condicional sean lo laxas que hoy son. Las unidades de detención no son un castigo, sino el inicio de un proceso de reinserción. Y por eso deben ser sanas y limpias. Pero existen, y quien cometa un hecho que dañe a otros debe realizar en ellas su proceso de recuperación para la sociedad. Una recuperación real, con condiciones de alojamiento que permitan que se trate de una verdadera reinserción, un trabajo reeducativo. Pero el Estado no puede garantizarlo si libera a quien haya delinquido antes de tiempo.
La gente evade impuestos y quita al Estado recursos que son los que este debe contar, para poder “redistribuir” el ingreso, es cierto. Pero el Estado carece de autoridad para exigirlos porque también lo hace. Se evade a sí mismo. Efectúa contrataciones “en negro”. Omite las cargas sociales y los salarios anuales complementarios cuando tiene, por ejemplo, diez años a un agente como “contratado”. La conducta tributaria de los ciudadanos está relacionada con el orden tributario. Un esquema sencillo de tributación y perdurable a través de los años simplifica la vida de quienes quieren tributar bien, y facilita al Estado exigir a quienes pretenden evadir. Pero además la conducta estatal no puede dejar lugar a dudas sobre qué corresponde hacer.
Es cierto que los tribunales no funcionan bien, que la Justicia es lenta y está, en un alto porcentaje, influida por el poder político. Hay muchas cosas por hacer en tal sentido, que no están relacionadas con someter a los jueces a elecciones para controlarlos vía partidos políticos. Los jurados que evalúan a los magistrados deben rediseñarse, los concursos deben poder ser monitoreados por la sociedad civil mediante mecanismos de participación, y los miembros de esos jurados no pueden proceder únicamente de la judicatura. También deberían poder integrarlos profesores universitarios, los colegios de abogados, etcétera. Si cada jurado está compuesto por tres personas de distintos ámbitos, la posibilidad de trampa decrece.
Respecto a los magistrados que están y que “el saber popular” indica que no cumplen sus funciones como deberían, pueden impulsarse los procesos de juicio político, pero con pruebas, con investigaciones profundas y reales, cumpliendo a rajatabla el derecho de defensa. Sobre aquellos que se encuentren pruebas se procederá a quitarlos de sus cargos, y sobre los que no las haya, deberán seguir en su lugar, sabiendo que, como todos, serán constantemente investigados y monitoreados.
No puede ser tan larga esta columna, así que van a quedar muchos temas por considerar para otra siguiente, sobre un proyecto de país posible. Pero lo hasta aquí enumerado no parece poca cosa. Son todos objetivos sencillos y claros, que pueden alcanzarse sin demasiado más que una muestra de compromiso claro con el futuro; y muy particularmente, con la ley en la mano.
Porque la ley es la única fuente real de la equidad, que es igualdad en las mismas condiciones. La ley empareja al poderoso con el débil, al instruido con aquel que no pudo acceder a la educación formal, al rico con el pobre. Garanticemos eso, y tendremos por dónde empezar.