Por: Horacio Minotti
La década kirchnerista y el reacomodamiento de los actores políticos en este proceso electoral, marcan una ausencia interesante en la simbología política que traducen aquellas escenografías desde las que los candidatos tratan de captar el voto. No es un secreto que el kirchnerismo no se muestra “peronista de Perón”.
Especialmente desde el advenimiento de Cristina Fernández de Kirchner, la figura del General Perón no ha jugado un papel relevante, ni es mencionada como antecedente en “el relato”. Sí, es cierto, se rescata con cierta asiduidad la figura de Eva Perón, y algunos iconos setentistas, pero no la del propio Perón. La presidente, de hecho, casi no lo ha mencionado públicamente.
Incluso en las boletas para la próxima elección, a las tradicionales caras de Perón y Evita juntos que suelen incluir las papeletas del Justicialismo, se le ha agregado, del otro lado, un símbolo similar, pero con la cara de Néstor Kirchner. A la misma altura y con el mismo tamaño, como una nueva simbología.
Tampoco puede extraerse del análisis que pese a contar con el control completo y total del Partido Justicialista en todo el país, el kirchnerismo nunca ha ido a elecciones con él. Siempre ha sido el “Frente para la Victoria”, dándole a su instrumento electoral el nombre de uno de los pequeños partidos que integran esa alianza, el Partido de la Victoria. Cuando bien pudo usar el nombre, por ejemplo, de Frente Justicialista.
Desde los sectores de la oposición que la prensa, a fin de simplificar el mensaje, designa como “peronistas”, puede observarse una todavía más profunda lejanía del peronismo. Francisco De Narváez se llama a sí mismo “peronista”, pero lo cierto es que no existen ni en sus publicidades, ni en sus símbolos, ni tampoco en su discurso, referencias al peronismo.
Quien intenta jugar el papel de opositor moderado y unificador del “peronismo”, Sergio Massa, no usa ninguna simbología vinculada a Perón o Evita, o a sus logros o bondades. En su primer acto de campaña, se observaba una estética bastante moderna y aséptica, similar a la adoptada habitualmente por el PRO, clara y cuidadosamente estudiada por algún gurú del marketing, con un logo de campaña nada peronista (se veía por todos lados +a por Massa). Nada de marcha alusiva, ni “que grande sos”.
Eso en Provincia de Buenos Aires. En Capital Federal no se observan vestigios de peronismo. Salvo en algún local de Propuesta Peronista del vicepresidente primero de la Legislatura Cristian Ritondo, a los que los militantes llaman “básicas” (por unidades básicas el nombre histórico de los locales justicialistas) y en los que se ve (no en todos) alguna fotografía de Perón rodeada del color amarillo que distingue al PRO, no hay otras identificaciones peronistas, más allá de las boletas de votación de Daniel Filmus que tienen la misma lógica ya descripta de todo el Frente para la Victoria.
Solamente aquellos sectores con fuerte impronta sindical mantienen un alto grado de simbología peronista y prometen rescatar los valores del justicialismo tradicional. Usan en sus actos grandes fotografías de los viejos líderes, y vuelcan en sus discursos algunos conceptos a la usanza tradicional, sin profundizarlos demasiado.
¿Qué pasa con el peronismo? ¿Se agotó? Incluso los que se llaman a sí mismos peronistas, ¿creen que serlo es “piantavotos? Una de las cosas que debe reconocerse es que el paso del tiempo es inexorable, y que las figuras políticas relevantes se desdibujan con él. Incluso cuando sus participaciones en la vida pública hayan sido superlativas, sus medidas, propuestas o improntas son acomodadas a su época, tal vez con una visión de futuro, pero nunca eternas. Posiblemente si Perón, Yrigoyen o incluso Mariano Moreno viviesen hoy, sus ideas base serían las mismas que en sus tiempos, pero su aplicación, instrumentación e incluso su “puesta en escena” serían muy diferentes.
También es cierto que cuando los procesos políticos son muy personalistas, el mero paso del tiempo diluye el liderazgo. El Perón profundamente transformador de 1950 sólo es conocido por gente que hoy tenga más de 73 años. Porque para saber medianamente de qué se trataba, sentir con cierta lucidez el imán del líder, debía tenerse al menos 10 años a 1950. Si a eso se suma que las estadísticas electorales indican que en 2015 la mitad de los electores tendrán menos de 40 años, la dilución del peronismo es lógica y casi obvia.
El Perón posterior, el que algunos podemos recordar con cierta nitidez, fue el que volvió en los ’70, con un país diferente, con problemáticas distintas y un grado de conflictividad que el General no pudo resolver. No es un peronismo “para recordar” como la base de un diseño político futuro.
¿Esto quiere decir que murieron las ideas del peronismo? Por cierto que no. Al menos no muchas de ellas que resultaron fundacionales, como el concepto de justicia social, por ejemplo. Sin embargo, hoy forman parte de un “diseño” de plexo de derechos mucho más ampliado, al que llamamos con mayor precisión ”derechos humanos“. Y ese esquema se ha desarrollado con tanta velocidad en los últimos 50 años que ha subsumido, por ejemplo, a los derechos de los trabajadores dentro de ellos. Nadie puede negar hoy la necesidad de respetar y profundizar los derechos humanos. Pero toda la ideología peronista gira alrededor de una porción de tales derechos. En ese sentido, la frase de Perón, “peronistas somos todos”, fue una lectura del futuro.
Más allá de que se haga en mayor o menor medida, con un matiz o con otro, ninguna expresión política de estos tiempos, con alguna aspiración de alcanzar el mandato popular, puede negar la necesidad de la existencia del derecho del trabajo por ejemplo, que expresa mecanismos de equidad jurídica entre el más débil, el trabajador, y el más fuerte, el empleador. Ni tampoco la necesidad de que existan mecanismos de generación de empleo en condiciones dignas, o de proteger las fuentes de trabajo nacionales, o el derecho de huelga o las potestades de los trabajadores de agremiarse y defender todos juntos sus reclamos.
Pero eso será, en todo caso, el aporte histórico que el peronismo hizo a los argentinos. No forma parte de una batalla actual, ya es una conquista inalienable, pero pasada. Por eso no integra los discursos de campaña, así como tampoco están en la escenografía de campaña los iconos de aquellos logros.
Antes del advenimiento del kirchnerismo, hubo otra expresión política que dio el primer paso en este proceso de “disolución” del peronismo. Fue el menemismo, que entremezcló en sus filas sectores devenidos de fuerzas políticas que en nada coincidían con la doctrina peronista, como la por entonces pujante UCeDe. Y esa mixtura al menos extraña generó secuelas, no fue un hecho momentáneo. Tanto es así que muchas figuras “peronistas” de hoy provienen de aquella UCeDe. El propio Massa fue un militante juvenil del partido de Álvaro Alsogaray. Y si vamos al riñón kirchnerista, Amado Boudou, nada menos que el vicepresidente K, o Ricardo Echegaray, titular de la AFIP, provienen de la misma cuna.
Esto explica, por ejemplo, la estética massista del acto de lanzamiento. O la guitarra de Boudou en sus presentaciones. Algunos pueden decir que son pragmáticos. Yo creo que la mejor definición es que son híbridos, su origen es confuso, mestizo; salvo dentro de las organizaciones del movimiento obrero, no hay ya puros.
Todavía hay muchos dirigentes que ciertamente se reputan a sí mismos peronistas. Pero cuando uno los escucha hablar, queda claro que no son “de aquellos peronistas”. No tienen nada que ver. Uno sospecha, en realidad, que se hacen eco del mito popular de que “en este país sólo pueden gobernar los peronistas”, y que para sentir que tienen la posibilidad de acceder a espacios de poder, o crecer a partir de los que ya tienen, deben autodenominarse peronistas.
Desde tal idea, parece que ser peronista, por estos días, tiene más relación con el preconcepto social del supuesto modo que el peronismo tiene de ejercer el poder, que lo hace el único viable. “Me hago llamar peronista para que la gente sepa que yo puedo gobernar” o porque “me otorga un halo de persona decidida”. Pero el peronismo no es un “carácter”. Es una forma de pensar la política, una ideología. En todos los sectores políticos hay personas con carácter para ejercer el gobierno y tomar las decisiones y otras que no. Solamente por citar ejemplos: ¿que Daniel Scioli nunca termine de decidir qué hacer lo hace un estratega porque es supuestamente peronista, y a cualquier otro lo transformaría en un pelafustán porque no se autoproclame peronista? Lo mismo hubiese cabido en su momento a Carlos Reutemann.
De hecho, la sociedad se niega a recordarlo por algún mecanismo de psicología social intrincado, pero la Asamblea Legislativa de enero de 2002 nominó a Eduardo Duhalde para terminar el mandato de Fernando De la Rúa, hasta el 10 de diciembre de 2003. Y el poderoso cacique bonaerense fue incapaz de terminar ese mandato. Por un evento que costó la vida de dos personas en la Estación de tren de Avellaneda, adelantó 6 meses las elecciones y 8 la entrega del poder a Néstor Kirchner. Ese solo hecho debió dar por tierra con el mito de que solo los peronistas terminan sus mandatos. Duhalde, a quien nadie puede negarle su peronismo casi en estado puro, recibió manda constitucional por 23 meses y sintió la necesidad de abandonar ese mandato luego de sólo 15. La realidad es que entregó el poder tres meses antes que, por ejemplo, Raúl Alfonsín. En términos porcentuales, Alfonsín gobernó el 93% del mandato otorgado, mientras que Duhalde, peronista, solo llegó a cumplir el 65% del suyo, poco más que Fernando De la Rúa que aneas superó el 50% en un gobierno de coalición como era la Alianza, que también incluía peronistas disidentes, como el llamado Frepaso, del cual buena parte de sus cuadros eran de origen peronista.
Por ende, no es disparatado evaluar que buena parte de los dirigentes políticos que hoy se autopostulan como peronistas en realidad lo hacen para continuar el poco consistente mito popular que prescribe que solamente siendo peronista se puede ejercer el poder. Pero cuando se trata de la captación de voto, de buscar la identificación del elector con su idea o sus candidatos, se recurre a estéticas despojadas de peronismo, o diluidas, como el caso de la boleta del Frente para la Victoria, con el rostro de Kirchner.
¿Esto implica que murió el peronismo, que ya no existe? Depende de cómo se lo vea. El peronismo dejó su huella indeleble en la historia, grandiosa o nefasta, depende quién sea el observador, y no es tema de estas líneas esa evaluación, aunque el suscripto se inclina por valorar los extraordinarios logros que obtuvo a mediados del siglo pasado. Lo que sí parece quedar claro es que los protagonistas de la política de hoy no consideran al peronismo una matriz idónea para la captación del voto, y eso lo conduce inequívocamente a ocupar su destacadísimo lugar en la historia, y un espacio cada vez menos definitorio en el presente y futuro.