El festejo por los 30 años de democracia se ha transformado en un velorio. Saqueos, muerte, pobreza, narcotráfico, inflación. Todos contra todos, sin nadie que ponga orden. Miles de argentinos en las villas viven como si la ley no existiera: realmente ahí no existe. Ni la ley, ni el Estado. La educación y los servicios son malos, el dinero escasea. La droga y la violencia abundan. En medio del conflicto, la clase media sufre.
El miedo al castigo -el más primitivo de los controles sociales- es inexistente. Comerciantes que se defienden como pueden. La falta de policía ha demostrado que las reglas de convivencia son débiles y puedan quebrarse ante cualquier amenaza.
Una década ganada en derechos, se escucha. Un Estado presente. Dos eslóganes que hacen mal.
¿Por qué? Porque hemos mal entendido la idea de los derechos. Pensando todo en términos de derechos, quizás nos hemos vuelto individualistas. Cuando el otro, el del costado, tiene un problema, miramos para otro lado. Total, no soy yo quien lo tiene que ayudar. Para eso está el Estado. Y así, en el anonimato colectivo, hemos mirado sin ver como crecían la pobreza y la marginación.
Sin embargo, como decía el poeta, ningún hombre es una isla. Y la primera parte de la sentencia de Ortega y Gasset, “yo soy yo y mis circunstancias”, cada día reclama su olvidado remate; ese que reza: “y si no las salvo a ellas, no me salvo yo”.
La idea de los derechos humanos es una gran conquista para todos. Ahora bien, precisamente, se conquistan, se merecen. Se lucha por ellos. Se necesita que el Estado los respete y los promueva. Esto es fundamental para lograr un cambio sistémico. Pero cada uno de nosotros está llamado, personalmente, a trabajar por ellos.
Desde la sociedad civil y el Estado, estos 30 años reclaman que nos involucremos más. Es tiempo de hacernos responsables de lo que está pasando. ¿Qué hay otros más responsables? Puede ser. La gran mayoría silenciosa de los argentinos trabajadores, donde sea que vivan, no tiene la mayor responsabilidad. Sin embargo, la hora reclama más compromiso. ¿O vamos a esperar qué nos saquen del pozo quienes al pozo nos empujaron?
Por eso, en este triste festejo, vaya un homenaje a aquellos que no han esperado las condiciones ideales para trabajar por los demás. La gente de Un techo para mi país, Abel Albino y Conin, Juan Carr y la Red Solidaria, el Banco de Alimentos. Los que enseñan a jugar al rugby en las cárceles, enseñando virtudes. Los curas villeros, muchos amenazados por los narcos. Esa gran mayoría de funcionarios y empleados estatales que ven su trabajo con vocación de servicio. Las millones de familias que en los momentos de crisis funcionan como el primer y más importante ministerio de vivienda, educación y salud. Los entrenadores deportivos que quitan horas a su descanso en montones de clubes a lo largo del país para educar a los chicos. Los jueces y fiscales que se toman la justicia en serio. Los miles de médicos y enfermeros que se afanan sin descanso, tantas veces sin siquiera lo mínimo. Los empresarios que generan trabajo digno. Ellos no han mirado para otro lado, ni han esperado a que otro se haga cargo. Han decidido intentar salvar las circunstancias, han escuchado que cuando las campanas suenan, doblan por todos. Y por eso, todos debemos comprometernos.
La cultura del encuentro de la que tanto habla el Papa Francisco se trata de ayudar al otro. Tal vez no podemos cambiar toda la situación, pero podemos cambiar una parte. Esa parte vale la pena.