Elena Kagan es, sin duda, una mujer exitosa. Egresada de Harvard, ejerció durante seis años como decana de su Facultad de Derecho, hasta que, en 2009, Barack Obama la nominó como procuradora general de Estados Unidos. Poco tiempo después, fue designada jueza de la Corte Suprema. A lo largo de los años, sus posiciones políticas fueron claras y coherentes, con una notoria opción por la plataforma demócrata en los temas morales y sociales que dividen hoy a Estados Unidos. Así, promovió el aborto como un derecho, criticó la política militar de “no preguntes, no cuentes” en materia de homosexualidad, y apoyó el matrimonio entre personas del mismo sexo. Tuve la oportunidad de escucharla recientemente en un diálogo con estudiantes de derecho de todo el mundo. Respondió preguntas de lo más variadas, algunas personales, otras profesionales. El tono de las contestaciones no fue académico, sino familiar, casi campechano.
En un Estados Unidos profundamente dividido entre los llamados liberales y conservadores en temas morales, económicos, en el que existen dos fuerzas políticas de ideas contradictorias muy definidas (demócratas y republicanos), y en el que la misma Corte Suprema tiene dos alas marcadas de “conservadores” y “liberales”, una alumna le preguntó, en tono cómplice, cómo se llevaba con los otros jueces, particularmente con los conservadores. Tal vez la estudiante esperaba un frontal y directo “pésimo, cómo me voy a llevar bien con esos que no quieren la igualdad o los derechos de la mujer”. Supongo que la edulcorada contestación de manual hubiera sido una apelación diplomática a las buenas formas. Sin embargo, la respuesta de Kagan fue simple y concisa: “perfecto”. Y la palabra quedó flotando en el aire, ocupando el espacio y tiempo por su contundencia.
Quedé profundamente impactado, supongo que condicionado por la realidad argentina: ¿cómo es posible que personas que piensan tan distinto en temas políticos, morales, con ideales que unos y otros llevan tan adentro del corazón y a los que, quizá, han dedicado sus vidas (aborto sí, aborto no; armas sí, armas no; inmigrantes sí, inmigrantes, no; salud pública sí, salud pública no) se lleven bien entre sí? Sospecho que la contestación de Kagan no sólo me sorprendió a mí, pues inmediatamente vino la repregunta: ¿y cómo hace? ”Pues parto de una premisa -contestó-: la buena fe del que no piensa como yo. Que piense lo exactamente opuesto a lo que yo pienso, no lo convierte en mi enemigo. ¿Y hay discusiones? Claro, pero en buen tono ¿Y hay diferencias? Profundas, pero argumentadas. Cuando escribimos las sentencias surgen críticas realmente agudas, en temas en los que realmente creemos y hemos puesto el corazón a lo largo de nuestra vida. Sin embargo, nos llevamos bien. Además -agregó- hay una razón práctica: nadie quiere llevarse mal con sus colegas. Ir a trabajar todos los días pensando en el suplicio de estar obligada a reunirme con un enemigo es un problema, y yo no quiero volver a mi casa enojada con otro de la Corte porque pensamos distinto”.
Sus palabras resaltan una necesidad básica en la sociedades modernas: confiar en la buena fe del que no piensa como yo. Puedo pensar que tengo toda la razón y que el otro está enteramente equivocado: eso no es ser intolerante; al contrario, eso es tener ideales fuertes, por los que vale la pena jugarse y apostar en grande; es confiar en que podemos conocer la realidad y la verdad. Pero, de igual manera, tengo que aceptar que quien no piensa como yo puede creer que estoy totalmente equivocado. A esa persona debemos ofrecerle el respeto que se merece. Esto es la libertad, la igualdad y la fraternidad.
A fin de cuentas, todos buscamos lo verdadero, lo real, lo razonable. Nadie quiere vivir en el error. Pero debemos contar con que no todos ven las cosas como nosotros. Tenemos pasados distintos, experiencias que nos han marcado de una manera o de otra, convicciones profundas. Cada uno de nosotros viene con sus circunstancias y éstas son diferentes, y tenemos mucho que aprender del otro.
El mundo está enfermo de intolerancia y la Argentina no escapa a la epidemia. La grandeza es un gran remedio para esta enfermedad. Para construir un mundo mejor, un país mejor, tenemos que edificarlo sobre la base de la rectitud y buena fe de nuestros conciudadanos. Aprender a perdonar, dar segundas oportunidades, no devolver ojo por ojo ni diente por diente, incluso cuando han sido intolerantes con nosotros.… Pero esto no es suficiente: es preciso que aprendamos a disentir y a discutir lealmente; es urgente que recuperemos la confianza en la buena fe de quien no piensa como nosotros. Tenemos que arriesgarnos a superar los prejuicios, a volver a creer que una cultura de la paz y la solidaridad es posible, que el futuro ofrece un rayo de luz para disolver la bruma del odio y la intolerancia de nuestros días.