Luego de la quiebra de Lehman Brothers, el mundo enfrentaba la amenaza de caer en una nueva Gran Depresión. Aún peor que la de 1929-1933. Sin embargo, como consecuencia de 75 años de acumulación de conocimientos sobre el funcionamiento de la economía y el esfuerzo de los países que integran el G20, se coordinaron las políticas económicas que permitieron derrotar al fantasma tan temido.
Pasado el shock inicial, el mundo se movió a dos velocidades, fuerte en los emergentes y más débil en los desarrollados. Hoy, a poco más de cuatro años del episodio, el mundo se recupera a tres velocidades. Por un lado, los emergentes, si bien crecen a tasas algo menores, mantienen su dinamismo. Por otra parte, EEUU (pese al freno que implica la consolidación fiscal) y Japón, sus políticas monetarias están dando el soporte necesario para alcanzar una recuperación sólida.
Finalmente, la zona del euro ha logrado frenar su caída. El sistema fue puesto a prueba y respondió de manera exitosa. Para verlo, sólo basta con recordar que cuando la economía había tocado fondo durante la Gran Depresión, el nivel de actividad se había contraído en torno al 30% y la tasa de desempleo en el mundo oscilaba en niveles del 20% al 30%. De hecho, el nivel de actividad se recompuso luego de diez años, mientras que hoy se discute la vuelta al crecimiento de tendencia.
En este contexto, pese a las fluctuaciones que puedan tener los términos de intercambio y las tendencias futuras sobre las tasas de interés, las perspectivas de largo plazo son alentadoras. A diferencia de la primera ola de globalización iniciada en el siglo XIX y que se retrajo durante las dos guerras, esta segunda tendencia globalizadora iniciada en los ‘50 continúa vigorosa.
En definitiva, el mundo se ha convertido en un lugar mucho más sólido y ello abre un ventanal gigante de oportunidades. De hecho, pocas ideas despiertan menos controversia entre los economistas que aquella que afirma que el comercio internacional es positivo para todos y que debe ser incentivado ya que potencia al crecimiento económico.
Los países extranjeros representan una oferta potencial de factores de producción que pueden ser escasos en un país dado, así como una salida para los factores abundantes. También son una fuente de transferencia de tecnología y brindan a un país la oportunidad de especializarse en las áreas de producción en las que es mejor. Desde este punto de vista, el cauce principal a través del cual la apertura al comercio mundial eleva la renta per-cápita es mediante el efecto que genera vía el aumento de la productividad. Así, puede entenderse al comercio mismo como una forma de mejora tecnológica.
La evidencia empírica internacional muestra la existencia de una fuerte relación positiva entre el crecimiento del PIB y el crecimiento en el grado de apertura comercial. Así, un cambio en el grado de apertura induce a un mayor crecimiento del PIB y consecuentemente, del ingreso por habitante. Desde este punto de vista, sumarse a la globalización es bueno para el crecimiento económico de un país y existen tres tipos de pruebas que avalan dicha reflexión:
(i) En primer lugar, la apertura lleva a la convergencia económica: los países pobres que están abiertos al comercio crecen más deprisa, en promedio, que los ricos, mientras que los países pobres que están cerrados al comercio crecen más despacio que los países ricos.
(ii) En segundo lugar, los países que abren sus mercados a la economía mundial experimentan una aceleración del crecimiento, mientras que los que cierran su mercado experimentan su desaceleración.
(iii) Por último, los países que son menos capaces de participar en el comercio mundial por su posición geográfica tienen una renta más baja como consecuencia de su aislamiento. En este sentido, los datos para la segunda mitad del siglo XX muestran que aquellos países que siempre estuvieron abiertos son en promedio, siete veces más ricos que los que nunca lo estuvieron. A su vez, los países que mantuvieron su apertura al comercio durante más de la mitad del período son en promedio una vez y media más ricos que aquellos que lo hicieron por menos de la mitad del período de estudio.
Sin embargo, tal como señalara William Baumol: “Probablemente la razón más persistente para la resistencia de los no economistas, a las más preciadas recomendaciones de la profesión, sea la falta de consideración sobre las implicancias que éstas tienen en términos distributivos”. El comercio internacional, a lo igual que el progreso tecnológico schumpeteriano, si bien de largo plazo favorece a toda la sociedad en su conjunto (nadie dejó la luz eléctrica para volver a las velas), en el corto plazo hay un conjunto de agentes que se perjudican con la llegada de los nuevos bienes. En este contexto, resulta de crucial importancia acompañar a estos grupos hasta que logren reconvertirse, ya que en su defecto se opondrán al cambio, generarán tensión social y con ello podría abortarse un proceso que de largo plazo beneficia a todos.
Por lo tanto, aquellos países que sean capaces de superar con inteligencia y conocimiento los desafíos de la globalización y del progreso tecnológico, tendrán un futuro mucho mejor de lo que alguna vez se hayan permitido imaginar. Los que no se adapten a la nueva realidad seguirán viendo pasar el tren de la convergencia.