Muchos gobiernos y funcionarios públicos, a pesar de la evidencia empírica adversa, sostienen que el control de precios es una medida efectiva para controlar la inflación. No existe ninguna otra medida de política económica, salvo por los estudios sobre la estrecha relación entre la tasa de emisión monetaria e inflación, cuyos efectos se hayan visto reflejados en momentos históricos tan diversos, en distintos lugares del planeta, con diferentes pueblos, sistemas de gobierno y sistemas de organización económica.
Ya desde la quinta dinastía de Egipto (2830 AC), en Sumeria, en Babilonia con el Código de Hammurabi, la Grecia antigua y en la Roma Imperial mediante el tristemente célebre edicto de Diocleciano, los soberanos respondieron repetidamente a las alzas de precios exactamente del mismo modo. Increparon a los “especuladores”, pidieron a los simples particulares que muestren un sentido de responsabilidad social y recurrieron a leyes u otros expedientes buscando fijar los precios y salarios para evitar así que los precios sigan subiendo. Sin embargo, tal como se lo documenta en el libro “4.000 Años de Controles de Precios y Salarios” de Schuettinger-Butler, los hechos muestran una secuencia uniforme de fracasos reiterados. No existe un solo caso en la historia en el que el control de precios haya detenido la inflación o haya superado el problema de la escasez de productos.
En este sentido, el caso argentino es emblemático. Los controles de precios, salvo en los períodos 1959-62, 1967-68 y 1991-2005, ha sido la política anti-inflacionaria por excelencia de los últimos 70 años, los cuales han tenido como resultado la destrucción de cinco signos monetarios que le quitaron trece ceros a la moneda y en contradicción con la evidencia empírica internacional sobre convergencia transformaron a un país rico en uno de frontera.
Sin embargo, pese a los malos resultados, no es difícil encontrar las razones por qué tales creencias son tan populares. A nadie le gusta sentirse responsable de las cosas desagradables que ocurren. Para un gobierno resulta mucho más fácil atribuir la inflación a los especuladores o a los sindicatos obreros que insisten en obtener salarios más altos o a la testarudez de los productores agrícolas que son incapaces de aumentar la producción de alimentos, que aceptar su incapacidad y/o culpa en el desmanejo de la política económica.
Tal como señalara Milton Friedman: “puede que los empresarios sean voraces, los sindicatos ambiciosos, los consumidores despilfarradores, los jeques árabes hagan subir el precio del petróleo y las condiciones meteorológicas a menudo sean malas. Todo esto puede conducir a aumentos de precios de bienes individuales, pero no puede llevar a un incremento general de los precios de los productos. Pueden provocar una suba temporal de la tasa de inflación, pero no pueden ser la causa de una inflación continua por una razón muy simple: ninguno de estos aparentes culpables posee la máquina de imprimir estos trozos de papel que llevamos en nuestros bolsillos”. En este sentido, “la inflación es siempre y en todo lugar un fenómeno monetario y esta se contuvo solamente cuando se impidió que la cantidad de dinero continuara creciendo demasiado rápidamente; y este remedio resultó eficaz, se hubieran adoptado o no otro tipo de medidas”.
El control de precios y salarios no detienen la inflación; sencillamente lo que hacen es desplazar la presión a otra parte y adormecen algunas de sus manifestaciones. Además, la intervención estatal en los menores detalles de la actividad económica puede destruir el sistema de libre empresa y la libertad política. El mal estriba en que el intento de control impide que obre libremente el sistema de precios, donde el gobierno termina suministrando un remedio aún peor que la enfermedad. De esta manera, cuanto mayor sea la inventiva de los individuos para eludir los controles de precios y cuanto mayor sea la tolerancia de los funcionarios en cerrar los ojos a esas evasiones, tanto menor será el daño producido. Por otra parte, cuanto más obedientes a la ley sean los ciudadanos y cuanto más rígida y efectiva sea la imposición de la maquinaria gubernamental, tanto mayor será el daño. Respecto a este punto, la evidencia de las dos hiperinflaciones que se dieron en Alemania luego de las dos guerras mundiales es contundente.
Por lo tanto, más allá de sus efectos económicos, las pautas oficiales amenazan el consenso de valores compartidos por la comunidad, el cual constituye la base moral de una sociedad libre. Así, en nombre de la responsabilidad social se exhorta al público a someterse a ellas; sin embargo, aquellos que se someten se dañan a sí mismos y dañan a la comunidad. La conducta moralmente cuestionable –evadir los requerimientos de las autoridades y violar los controles de precios y salarios impuestos – es beneficioso, tanto desde el punto de vista privado como desde el punto de vista social. Tales medidas incuban en el público la falta de respeto por la ley y hacen que los funcionarios se sientan propensos a emplear poderes extralegales poniendo en jaque los propios cimientos de la libertad. En definitiva, las políticas de controles de precios son dañinas porque no sólo pospone en el tiempo las medidas efectivas para controlar la inflación, desorganiza la producción y la distribución, sino que además crean una fuerte división social y fomentan la puesta en marcha de restricciones que amenazan a la libertad política de los individuos.