Pocos días después del triunfo electoral de Mauricio Macri en la segunda vuelta y luego del levantamiento parcial del cepo cambiario, durante el último bimestre de 2015 y el mes de enero del presente año, los precios mostraron un salto en su tasa de variación que ha puesto a toda la población en estado de alerta respecto al futuro de la tasa de inflación, lo cual toma una mayor relevancia frente a la cercanía de las negociaciones en las paritarias.
Ante dicha situación inflacionaria, tanto el Presidente como algunos de sus ministros han realizado declaraciones altamente desafiantes hacia el empresariado; están buscando establecer un techo a las negociaciones salariales y, para ponerle la frutilla al postre, se ha deslizado la idea de lanzar un programa para vigilar los precios de los supermercados. Todo esto, puesto en blanco y negro, no es ni más ni menos que el típico programa keynesiano de políticas de ingresos que se ha venido ensayando en el país desde mediados del siglo XX hasta la fecha (salvo en los períodos de 1959-1962, 1967-1968 y 1991-2005, donde los precios fueron libres) y que siempre han fracasado, es más, sin ir más lejos, no es muy distinto (salvo por las formas, esperemos) de lo que hacía Guillermo Moreno.
Muchos Gobiernos, funcionarios públicos y un ejército de economistas heterodoxos, a pesar de la evidencia empírica adversa, sostienen que el control de precios es una medida efectiva para vigilar la inflación. Sin embargo, desde la quinta dinastía de Egipto (2830 a. C.), en Sumeria, en Babilonia, con el Código de Hammurabi, la Grecia antigua y en la Roma imperial, mediante el tristemente célebre edicto de Diocleciano, los soberanos respondieron repetidamente a las alzas de precios exactamente del mismo modo. Increparon a los “especuladores”, pidieron a los simples particulares que muestren un sentido de responsabilidad social y recurrieron a leyes u otros expedientes para fijar los precios y los salarios, y evitar así que los precios siguieran subiendo. Sin embargo, tal como se lo documenta en el libro 4.000 años de controles de precios y salarios, de Robert Schuettinger y Eamonn Butler (reeditado por el Grupo Unión, a la venta en el mes de marzo), los hechos muestran una secuencia uniforme de fracasos reiterados. De hecho, el libro concluye que no existe un solo caso en la historia en el que el control de precios haya detenido la inflación o haya superado el problema de la escasez de productos.
El origen de esta confusión entre el Gobierno, el público y los economistas heterodoxos (la gran mayoría con raíces keynesianas-estructuralistas-marxista), que no hacen más que complicar más el asunto, radica en tres grandes errores conceptuales: (1) falta de comprensión de lo que es el mercado, (2) error conceptual sobre la relación entre el precio y los costos y (3) negación sistemática de la inflación como un fenómeno monetario.
1. Falta de comprensión de lo que es el mercado
Respecto a este punto, lo primero que hay que comprender es que el mercado es un proceso de cooperación social puesto en marcha por las actuaciones de una gran cantidad de individuos que, buscando satisfacer sus propias necesidades, realizan intercambios voluntarios que conllevan a la división del trabajo, lo que a su vez potencia el crecimiento, vía una mayor productividad. Los juicios de valor de estas personas, así como las acciones engendradas por las aludidas apreciaciones, son las fuerzas que determinan la disposición —continuamente cambiante— del mercado. A su vez, la situación queda reflejada a cada momento en la estructura de precios, esto es, en el conjunto de tipos de cambio (conjunto de precios relativos) que genera la mutua actuación de todos aquellos que desean comprar o vender. Nada hay en el mercado de índole no humana, mítica o misteriosa. En definitiva, este proceso de cooperación social que denominamos mercado no es, ni más ni menos, que el resultado de un conjunto de acciones humanas que, buscando el bien individual, llevan a cabo intercambios voluntarios, lo que conduce a un mayor bienestar general.
En función de ello, la idea de fijar un precio en el mercado representa un acto de intervención violenta por parte del Gobierno. Así, siguiendo a Murray Rothbard, la intervención consiste en el uso de la fuerza dentro de la sociedad que intenta sustituir las acciones voluntarias por la coacción. De hecho, el Estado es la única organización que está legalmente autorizada (con leyes que él mismo sanciona) para hacer uso de la violencia. Así, dentro de dicha línea de análisis existen dos tipos de efectos derivados de la intervención: directos e indirectos. Respecto al primero de los casos, cuando no hay intervención y la sociedad es libre, cada uno procederá de la manera que considere que hará a su bienestar máximo, por lo que cualquier intervención coercitiva que impida la realización de los intercambios deseados deriva en una pérdida de bienestar. Por otra parte, en cuanto a los efectos indirectos, estos tienen que ver con los impactos no deseados sobre el resto del sistema, donde, al generarse un exceso de demanda por fijar un precio máximo debajo del nivel de equilibrio en una parte del sistema, ello deriva en un conjunto de excesos de oferta en el resto de toda la economía, lo cual se traduce en sistemáticas pérdidas de bienestar.
2) Error conceptual sobre la relación entre el precio y los costos
La idea de querer determinar los precios en función de los costos en los que se ha incurrido en cada uno de los pasos del proceso productivo (los marxistas por medio de la teoría del valor trabajo y los keynesianos por el margen de ganancia sobre el costo salarial neto de la productividad del trabajo) es reflejo de la obtusa percepción sobre cómo funciona el sistema económico. Es más, tal como fuera demostrado por Carl Menger en sus Principios de economía política mediante la ley de imputación, son los precios los que determinan los costos y no al revés. Los consumidores fijan no sólo los precios de los bienes de consumo, sino también de todos los factores de producción; establecen así los ingresos de cuantos operan en el ámbito de la economía de mercado. Son ellos, los consumidores, y no los empresarios ni los sindicalistas (y mucho menos un político), quienes, en definitiva, pagan por cada insumo y a cada trabajador su salario. Por lo tanto, si uno quisiera determinar las causas de por qué suben todos los precios monetarios de la economía, las causas no están en los costos, sino en el continuo aumento de la emisión monetaria.
3) Negación sistemática de la inflación como un fenómeno monetario
El problema económico central del dinero es su valor de cambio objetivo. En este sentido, si el valor de cambio objetivo de un bien es su poder para adquirir una cierta cantidad de otros bienes a cambio, su precio está dado por esta cantidad de otros bienes. Por lo tanto, el poder adquisitivo del dinero viene determinado por la posibilidad de obtener una cierta cantidad de bienes económicos a cambio de una determinada cantidad de dinero. A su vez, el dinero, como cualquier otra mercancía, tiene su propio mercado y su precio está dado por su poder adquisitivo. Así, cuando se incrementa la cantidad de dinero ofrecida, el poder de compra de la unidad monetaria se reduce y, por ende, la cantidad de bienes que pueden obtenerse por unidad de esa moneda se reduce también (inflación).
De este modo, tal como lo señalara Milton Friedman: “Puede que los empresarios sean voraces, los sindicatos ambiciosos, los consumidores despilfarradores, los jeques árabes hagan subir el precio del petróleo y las condiciones meteorológicas a menudo sean malas. Todo esto puede conducir a aumentos de precios de bienes individuales, pero no puede llevar a un incremento general de los precios de los productos. Pueden provocar una suba temporal de la tasa de inflación, pero no pueden ser la causa de una inflación continua por una razón muy simple: ninguno de estos aparentes culpables posee la máquina de imprimir estos trozos de papel que llevamos en nuestros bolsillos”. En este sentido, “la inflación es siempre y en todo lugar un fenómeno monetario y esta se contuvo solamente cuando se impidió que la cantidad de dinero continuara creciendo demasiado rápidamente; y este remedio resultó eficaz, se hubieran adoptado o no otro tipo de medidas”.
Por lo tanto, más allá de sus efectos económicos directos e indirectos sobre la economía en su conjunto, la imposición de precios máximos amenaza el consenso de valores compartidos por la comunidad, lo cual constituye la base moral de una sociedad libre. Así, cuando en nombre de la responsabilidad social se exhorta al público a someterse a estos controles, aquellos que se someten se terminan dañando a sí mismos y a la comunidad. Es más, aquella conducta moralmente cuestionable —evadir los requerimientos de las autoridades y violar los controles de precios y salarios impuestos— es beneficiosa, tanto desde el punto de vista privado como desde el punto de vista social. En este sentido, tales medidas incuban en el público la falta de respeto por la ley y hacen que los funcionarios se sientan propensos a emplear poderes extralegales y pongan en jaque los propios cimientos de la libertad.
En definitiva, las políticas de controles de precios son dañinas, porque no sólo posponen en el tiempo las medidas efectivas para controlar la inflación, al tiempo que desorganizan tanto la producción como la distribución, sino que además crean una fuerte división social y fomentan la puesta en marcha de restricciones que amenazan la libertad política de los individuos. En definitiva, es muy poco lo que se gana (un efecto pasajero de corto plazo) respecto a los enormes costos económicos y riesgos sociales en los que pueden derivar. Esta situación ya la hemos vivido durante la gestión del régimen kirchnerista con Guillermo Moreno y Axel Kicillof como cabezas visibles del proceso. La experiencia no ha sido satisfactoria en lo más mínimo, por lo que si verdaderamente estamos interesados en bajar la inflación, debemos comenzar a mirar lo que esté haciendo el Banco Central de la República Argentina y los motivos por los cuales se ve obligado a emitir dinero. Hasta que eso no ocurra no habremos avanzado ni un solo paso en la lucha contra la inflación.