Por: Jorge Castañeda
No conoceremos el desenlace de la importante propuesta de reforma energética presentada por el presidente Enrique Peña Nieto sino hasta dentro de varios meses, cuando sea aprobada la legislación o reglamentaria correspondiente a las modificaciones constitucionales de los artículos 27 y 28. Lo que es más, los verdaderos beneficios de la reforma en su conjunto no se verán hasta dentro de varios años, ya que será necesario comprobar qué tan apetecibles resultan los contratos de utilidades compartidas para las grandes empresas petroleras del mundo, y si realmente hay tanto aceite y gas en las aguas profundas del golfo y en las zonas de shale oil y gas en el norte del país. Por lo pronto, sin embargo, podemos aventurar algunas reflexiones preliminares sobre la forma en que se han desarrollado las cosas.
Nunca entendí el empecinamiento de EPN de invocar al general Lázaro Cárdenas. Es cierto que la redacción del párrafo sexto del artículo 27 versión de 1940 es distinta a la de 1960: la segunda afirma que “no se otorgarán ni concesiones ni contratos, ni subsistirán los que se hayan otorgado”, mientras que el primero sólo dice que no se “expedirán concesiones”; efectivamente la redacción de 2013 vuelve a la de 1940; se limita a decir que “no se expedirán concesiones”, enviando a la ley reglamentaria los detalles, tal y como sucede en la versión del 40 y del 60.
Pero la utilidad y el éxito de buscar al general Cárdenas para justificar la vuelta a 1940 en el 2013, corrigiendo así el cambio de 1960, dependen de dos consideraciones abstractas y una muy personal. En primer lugar, ¿qué pasó durante esos 20 años? ¿cuántos contratos hubo durante el lapso cuando se permitieron? ¿de qué magnitud fueron? ¿qué importancia revistieron en la producción total de hidrocarburos en el país? ¿le entraron las famosas 7 hermanas? ¿resultó atractivo el esquema para los gigantes de la industria petrolera mundial?
Segunda consideración abstracta, ¿qué dijo, qué pensó y qué quiso decir (Rubén Aguilar dixit) el general Cárdenas en 1960 ante la reforma constitucional de López Mateos? ¿le pareció bien o mal la supresión de las concesiones y de los contratos? ¿o hubiera preferido que siguiera vigente la posibilidad de que Pemex firmara contratos de utilidades o producción compartidas con empresas privadas?
La consideración personal ha sido ya subrayada por muchos, quizás con más claridad por Juan Ignacio Zavala en su artículo de ayer en Milenio. Intentar arrebatarle a Cuauhtémoc Cárdenas la facultad de interpretar o “decir la ley” del pensamiento de su padre parece, en el mejor de los casos, una tentativa fútil y, en el peor, un error con consecuencias. No digo que el ingeniero tenga el monopolio de la interpretación de los dichos del general; creo poder decir, conociéndolo desde hace un cuarto de siglo, que cree poseer una autoridad mayor que la de cualquiera para ese propósito. Quizás ese tiro le salió por la culata al gobierno.
De ahí quizás provenga la hábil y maligna poison pill de Cuauhtémoc, incluida en su propuesta de reforma esta semana: someter la eventual aprobación del cambio constitucional de EPN a un referéndum vinculante, coincidiendo con las elecciones federales de 2015. Gracias a las modificaciones constitucionales sobre participación ciudadana aprobadas hace un año, existe la posibilidad de someter ciertos cambios constitucionales a referéndum. Para ello se requiere un número de firmas equivalente al 2% del padrón, es decir, al día de hoy, más o menos 1.6 millones. No importa si la respuesta de la sociedad mexicana al referéndum de 2015 fuera un rotundo sí; de aquí a entonces se antoja difícil, si no imposible, que alguien quiera firmar un contrato con Pemex de cualquier índole, mientras penda la espada de Damocles del referéndum a dos años de distancia. Quizás esto contribuya en parte a que el bono Perpetuo de Petróleos Mexicanos de 6 5/8 % se encuentre hoy a un punto por arriba de par, habiendo llegado a 106 en enero de este año.