Por: Jorge Castañeda
Conforme se acerca el 20 aniversario de la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), será necesario revisar sus resultados ante las expectativas reales o irrealistas que generó hace dos décadas. Para quienes siempre pensamos que se trataba mucho más que un mecanismo para “blindar” la política macroeconómica mexicana que de un convenio propiamente comercial, uno de los principales objetivos consistía en incrementar, a través de ese blindaje, la Inversión Extranjera Directa (IED) en México. Ésta, como se sabe, fue acotada durante varios decenios a través de múltiples instrumentos, pero durante la década de los setenta y en principios de los ochenta su exiguo monto fue suplido por el crédito externo. A través de 1982 eso resultó difícil, y a partir de 1989 prácticamente imposible.
La ecuación es muy sencilla. Para que México crezca al 5% por año, es indispensable, aunque quizás no suficiente, que invierta alrededor de la cuarta parte de su producto anual. Andamos, con ciertas variaciones anuales, en alrededor de 20 o 21 %; nos faltan por lo menos 5 puntos porcentuales adicionales de inversión. Como el sector público difícilmente lo puede hacer, debido a la restricción fiscal, y como el sector privado mexicano ha ido invirtiendo cada año más en el extranjero y menos proporcionalmente en México, todo sugiere que buena parte de estos 5 puntos adicionales tendrá que provenir de la IED. Ya hemos comentado en estas páginas cómo el porcentaje de IED sobre PIB en México ha disminuido en los últimos lustros. Su año pico fue en 1995 cuando alcanzó poco más del 3% (aunque en parte se debió a la contracción draconiana de la economía). Se mantuvo en esos niveles o ligeramente por debajo hasta el año 2001 (2.8%) y a partir de entonces ha seguido descendiendo al grado que el año pasado se hundió a 1.1%, la cifra más baja desde 1981 (ligeramente distorsionada por la desinversión de Grupo Santander México a través de una salida en bolsa de Nueva York). Pero resulta más interesante comparar esta evolución e insuficiencias mexicanas con las cifras de otros países latinoamericanos para estos mismos años.
El rey, por supuesto, es Chile, que para el periodo 1996-2012 ha oscilado entre un mínimo de 6.1% en 2000 y un máximo de 11.3% en 2012. En segundo lugar viene Perú con cifras elevadas aunque inferiores: un mínimo de 1.5% en 2000, y un máximo de 6.2% tanto en 1996 como en 2012. Colombia y Costa Rica también arrojan resultados impresionantes, Costa Rica llegando a 5 puntos el año pasado y nunca encontrándose debajo de 2.6%. Nótese la comparación: si México recibiera 5% del PIB en Inversión Extranjera Directa cada año, este año ingresarían al país casi 60 mil millones de dólares (sin la compra de Modelo no llegaremos a 20 mil millones). Colombia, por su parte, con todo y guerra, pasó de 3.2% en 1996 a 2.4% en el 2000, al 7% en 2005, en el 2012, 4.3%, cuatro veces más que México.
El caso de Brasil es contradictorio. Empezó este periodo con 1.3% en 1996, en un momento cuando apenas empezaban a verse los efectos de las reformas impulsadas por el presidente Fernando Henrique Cardoso. En 2000 subió a su punto más elevado -5.1%- debido a la recuperación tras la crisis de 1999 y a los siete años de Cardoso. Para 2005, sin embargo, cayó a 1.75%, para repuntar a 2.9% en 2011 y a 3.4% en 2012, o sea el triple que México ese mismo año.
Lo que esta rápida comparación superficial nos muestra es que bajo determinadas condiciones, que no son todas extrapolables a México (Chile y Costa Rica son países pequeños, pero Colombia y Perú son medianos), es factible elevar el monto de la IED en un país en relación a su PIB. Pero nunca hay situaciones irreversibles, el esfuerzo tiene que ser duradero y tiende a ser arduo y doloroso. Nadie debe engañarse sobre la magnitud del reto que enfrentamos en esta materia en los próximos años.