Por: Jorge Castañeda
Yo no sé si el gobierno federal tiene una respuesta al desastre de Michoacán. Más aún, no sé si exista tal respuesta. Por mi parte me parece prudente en este momento no lanzar propuestas u ocurrencias simplistas, superficiales, o envenenadas. Sí creo, sin embargo, que para llegar a una respuesta es preciso contestar a una serie de preguntas que, por ahora, dan la impresión de permanecer sin contestación. Las dividiría en cuatro grupos.
La primera: ¿de qué viven de verdad y en qué proporción las agrupaciones del crimen organizado en esa zona de Michoacán? Zetas, La Familia y Los Caballeros Templarios ¿hoy y ayer se alimentan del negocio de la marihuana y la amapola, o de los laboratorios de metanfetaminas, o de la extorsión a pequeñas y gigantescas empresas comerciales, mineras y siderúrgicas, o del secuestro, o all of the above? Y en este último caso ¿cómo reparten su tiempo y sus ganancias entre todas estas actividades? No da lo mismo, ya que no hay solución al problema sin saber cuál es el problema.
La segunda: ¿qué es lo que sucedió en el sexenio pasado que no funcionó? Es obvio que lo que comenzó en diciembre de 2006 no dio resultados y evidentemente empeoró las cosas. Pero de manera específica ¿cuáles fueron los errores, las insuficiencias o la ignorancia que llevaron a esta debacle? No es posible construir una alternativa a una estrategia equivocada si no se sabe en qué consistió el equívoco; no hay modo de hacer algo bien si no se sabe qué se hizo mal. Repetir incansablemente que ahora hay mayor coordinación es, en el caso de Michoacán, aberrante. No se puede coordinar al gobierno federal con las policías estatales o municipales cuando éstas simplemente dejaron de existir. Resulta difícil de creer que todo el problema radicó en una falta de coordinación.
La tercera y la más obvia (casi un lugar común de la comentocracia): ¿quién financia a las autodefensas? Su armamento no será el del Ejército israelí, pero tampoco son puras escopetas o fusiles calibre 22. ¿Son homólogos aguacateros, limoneros, meloneros o mineros de los finqueros colombianos? ¿Es el Cártel de Sinaloa? Se trata de preguntas carentes de gran complejidad pero que sin respuesta precisa imposibilitan cualquier acción eficaz.
Por último y lo más importante, la cuarta: ¿qué pasa después de la ocupación militar? Ya en estas páginas he citado a Joel Ortega, quien a su vez recuerda la tesis de Graham Greene en El americano impasible, a propósito de la guerra de Francia en Vietnam a principios de los cincuenta.
Los franceses ocupaban el territorio que pisaban, y nada más; al retirarse volvía el Viet Minh. Todo indica que la situación en Michoacán es análoga. El Ejército, la PF, la Marina en Lázaro Cárdenas pueden, con suficientes recursos y tiempo, desarmar a las policías comunitarias, descabezar a Los Templarios, reducir la extorsión y el secuestro, y tal vez desmantelar la mayoría de los laboratorios (la marihuana y la amapola ni se pueden ni se deben erradicar). Pero algún día todos ellos tendrán que irse, como ha sucedido repetidamente a lo largo de los últimos 15 años. Cuando no alcance la tropa, o el presupuesto, o la paciencia de la opinión pública o la indiferencia internacional, y cuando el costo en derechos humanos, instituciones desmontadas, corrupción y abandono de otras regiones se haya incrementado ¿qué sucederá?
El gobierno sin duda conoce la respuesta a la mayoría de estas preguntas. No está obligado a compartirlas con nadie. Pero en algún momento, si quiere ganarse la confianza de la opinión pública y publicada, y de la comunidad internacional, tendrá que divulgar algo: información, análisis, historia, nexos, y detalles de su proyecto. No se entiende muy bien la obsesión por el silencio o por posponer una divulgación obligada.