Por: José Luis Orihuela
El 6 de junio una filtración a los diarios The Guardian y The Washington Post reveló al gran público la existencia del programa de vigilancia electrónica PRISM, gestionado por la Agencia de Seguridad Nacional (NSA) estadounidense, que hubo de ser desclasificado dos días más tarde.
La revelación inicial apuntaba a la colaboración con el programa de varias empresas de internet (AOL, Apple, Dropbox, Facebook, Google, Microsoft, Paltalk y Yahoo!) que habrían facilitado el acceso a los datos de sus usuarios, extremo desmentido por las compañías que, además, han alegado desconocer PRISM.
Una vez desclasificada la existencia de PRISM, el presidente Obama ha declarado que ni las conversaciones telefónicas ni las comunicaciones por internet de los ciudadanos estadounidenses están siendo monitorizadas.
De todas formas, la sospecha está sembrada y el debate acerca del sacrificio de la privacidad en el altar de la seguridad nacional, está servido.
Hay varios aspectos de esta polémica que trascienden a los Estados Unidos, en la medida en que las empresas aludidas operan a escala global: cómo se está construyendo de facto la gobernanza de internet y qué garantías tienen las comunicaciones de los ciudadanos no estadounidenses canalizadas por empresas sometidas a la legislación de ese país.
Por otra parte y en un sentido más técnico, lo cierto es que incluso sin escuchar las conversaciones ni leer los correos es la mera existencia de esos datos lo que deja al descubierto a los usuarios de la tecnología y permite trazar sus vidas.
Finalmente, y como bien lo advierte Michael Arrington, habría que desplazar el foco de atención desde la cuestión del acceso (cómo obtiene el gobierno la información) hacia el problema del almacenamiento (qué datos se guardan y durante cuánto tiempo).