Por: José Luis Orihuela
Las metáforas son un recurso habitual y útil para abordar de un modo didáctico las complejidades inherentes a la tecnología, pero hay que mantenerlas bajo control.
Por ejemplo, desde el Manifiesto Cluetrain (1999), se viene utilizando la metáfora de la conversación para representar el recuperado estilo de relaciones entre las marcas y los consumidores en la red, tras la publicidad de masas. El límite de esta metáfora es la imposibilidad de escalar las conversaciones en los espacios que, por públicos y concurridos, han dejado de ser familiares.
Para el caso de las redes sociales, una metáfora recurrente es la de la fiesta. Algún conocido nos ha invitado, el espacio es divertido, el trato es informal y de lo que se trata es de pasarlo bien con quienes estás a gusto. El problema con esta metáfora es la imposibilidad de permanecer indefinidamente en una fiesta.
Gustavo Entrala ha advertido del riesgo que supone para las marcas asumir un estado de comunicación permanente con los consumidores: “comunicamos tanto y con tanta frecuencia que nos estamos haciendo rutinarios y aburridos”.
Ocurre, como lo señaló Ismael Pascual en el Festival El Sol, que las marcan no pueden vivir en un estado de fiesta permanente. En el fondo, es que no hay tantas cosas nuevas, divertidas y emocionantes que comunicar todos los días a todas horas.
Antes de estar sometida a las exigencias del tiempo real, la comunicación pública estaba regida por la periodicidad: una frecuencia regular predefinida que permitía planificar la producción y el consumo de información. Hoy, la fiesta interminable ya ha mostrado sus límites como metáfora y como práctica social.