Con motivo del viaje del presidente Tabaré Vázquez a París y Tokio, se han realizado algunos comentarios al respecto que, si ya no tienen la virulencia de otros tiempos, no dejan de asumir un sesgo crítico sobre la diplomacia presidencial. No es baladí, por consiguiente, formular algunas reflexiones sobre un tema que, en ocasiones, poco se considera con la seriedad del caso.
Desde nuestra primera Presidencia, al retornar la democracia, Uruguay marcó una fuerte presencia en el mundo internacional. En América Latina fue el tiempo del Grupo Contadora, que realizó un notable esfuerzo en la pacificación de América Central, y el de Cartagena, que trató el tema de la deuda externa, entonces dominante. Fueron muchas reuniones, varias de ellas —incluso— en Uruguay. A Europa y los Estados Unidos se realizaron visitas de Estado, con todo lo que ello significa de presencia, y se logró obtener que se realizara en Punta del Este la Ronda Uruguay del Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio (GATT, por sus siglas en inglés), que por vez primera se reunía fuera de Europa y mantuvo el nombre del país, que repicó durante años en todos los diarios del mundo.
Con un provincianismo menudo se discutían estos viajes que iban poniendo al Uruguay, nuevamente, en el mapa de la democracia. Un país como el nuestro tiene que estar, mostrarse, ser parte de un diálogo civilizado. Se deben aprovechar esas ocasiones para mostrar nuestros valores culturales, la significación de un país que no es potencia, pero que tiene un peso específico en la región.
Un aspecto muy importante es el retorno que lograron esos viajes, con la presencia entre nosotros de figuras de primera línea de la política mundial: presidentes de Francia, España, Italia, secretarios generales de Naciones Unidas, ministros de Relaciones Exteriores de potencias como la Unión Soviética, Estados Unidos y Alemania; y desde ya que casi todos los presidentes latinoamericanos. Eso es lo que hoy está faltando: en los últimos años ni los presidentes de Brasil ni de Argentina han hecho visitas de Estado, con un diálogo de fondo con todos los poderes del Estado. Allí tenemos un déficit que nuestra diplomacia debe tratar de resolver, especialmente cuando, dentro de poco, tendremos nada menos que un nuevo presidente en Argentina. No es aceptable que la Dra. Cristina Fernández de Kirchner, en sus dos mandatos, apenas haya estado en Uruguay sólo algunas horas por actos puntuales y con episodios tan lamentables, como fue el caso de la inauguración de una planta de Ancap, en cuyo discurso habló de una inversión de capitales argentinos, cuando, a la inversa, era una compra hecha por la empresa uruguaya.
Los viajes presidenciales siempre tienen su importancia. Es una ocasión privilegiada de diálogo, aun en el terreno comercial, porque si se organiza bien, es un momento en que exportadores nacionales pueden acceder a jerarcas a los que normalmente nunca llegarían.
Ya que hablamos de comercio, también es bueno señalar que las relaciones internacionales no se reducen a esa dimensión, como a veces suele decirse con simplismo. Sin duda la exportación es fundamental, pero también la política importa. Como política misma y, eventualmente, también en lo económico, porque en los organismos financieros internacionales, por ejemplo, el apoyo de ciertas potencias es fundamental en algunos casos y no puede despreciarse. Tener apoyo en organismos como el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos o la Organización Mundial de Comercio no es insignificante y para ello es fundamental el diálogo político con los países que allí tienen particular influencia.
La inserción exterior del país es un asunto vital en un mundo globalizado. Hoy se vive, desgraciadamente, una crisis del multilateralismo. Una política de bloques opera más allá de las organizaciones instituidas. Nosotros estamos inmersos —y prisioneros— adentro de un inoperante Mercosur, en el que Argentina viola todos los compromisos y Venezuela degrada el prestigio democrático del grupo. En su tiempo, perdimos la oportunidad de un tratado de libre comercio con Estados Unidos y, últimamente, nos negamos a sentarnos a dialogar acerca de un eventual tratado sobre comercio de servicios. Son anacrónicas decisiones, propias de una guerra fría clausurada hace años; supervivencias ideológicas que tergiversan de modo sustantivo el interés nacional al cual debe servir esa política exterior.
Los viajes presidenciales deben estar enmarcados en ese objetivo, el de apoyar las grandes líneas de una política exterior que, ante todo, debe ser clara, porque si no sabemos lo que nos conviene, estamos en problemas. Y eso es lo que el Frente Amplio y su célebre plenario le están enredando al Gobierno, con sus anacronismos y sus contradicciones.