“Los coreanos son los latinos de Asia”, dijo entre broma y franqueza Jorge Roballo, el embajador argentino en Corea del Sur, en una entrevista. Roballo reconoce que en el fondo los coreanos y los argentinos somos similares: apasionados y emocionales, para quienes crear vínculos personales de confianza es muy importante.
Las relaciones diplomáticas de Argentina con el país asiático comenzaron en 1962 y casi coinciden con la llegada de las primeras familias surcoreanas a la Argentina, en 1965. Desde entonces, la generosidad de este país supo abrazar a una colectividad de treinta mil coreanos.
Este año se cumplen 50 años de inmigración, tiempo que no podemos menospreciar: En medio siglo se forman nuevos países, sucumben viejos imperios y hasta cambian los mapas del mundo; en definitiva, medio siglo es tiempo suficiente para que sucedan cambios profundos en cualquier sociedad.
Para la colectividad coreana 50 años significan, además, la transición y la maduración de dos generaciones diferentes: La primera, que en su mayoría llegó durante la década de los ochenta y noventa, y la segunda, que nació y se crió en el país posteriormente.
Como miembro de la comunidad, pero también como argentino, este aniversario me llama a reflexionar sobre el camino recorrido y el futuro por venir.
La historia señala numerosas veces que los protagonistas de los cambios son generaciones que reaccionan a diferentes desafíos impuestos por la realidad, generaciones que toman un rol activo frente a los retos que les corresponde enfrentar para progresar.
Para la primera generación de coreanos en la Argentina, ese desafío era salir de la pobreza y construir un marco económico estable para las generaciones venideras. Muchos llegaron a la Argentina sin nada, sin saber castellano, pero transpiraron para sobrevivir y alcanzar resultados materiales que no iban a gozar ellos, sino sus propios hijos. Esta noble aspiración definió el rol de esa primera generación: un rol de sacrificio.
Hoy, tras varias décadas de esfuerzo, esta etapa llega a su fin y la transición generacional comienza a otorgar protagonismo a la segunda generación, que paulatinamente está reemplazando las posiciones de liderazgo económico y político de la colectividad.
Frente a esta situación, se vuelve ineludible señalar que el momento de recambio ofrece a los nuevos protagonistas una oportunidad valiosa a la cual deben prestar atención.
Para ser más precisos, la segunda generación está frente a la oportunidad de definir un nuevo rol y de enfrentar nuevos desafíos, porque le tocan condiciones más favorables en términos económicos, culturales y de lenguaje. El mayor error que puede cometer, entonces, es heredar el mismo reto que tuvo la primera generación o, peor aún, tomar una actitud pasiva y en efecto vivir a merced de una inercia que impide diseñar un futuro consciente.
En este sentido, vale la pena hacer la siguiente pregunta: «¿Qué rol queremos tener la nueva generación de coreanos argentinos los próximos 50 años en este país?».
El ejercicio de buscar una respuesta a esta cuestión es muy importante porque conjuga beneficios para dos partes. Pone sobre la mesa un debate que es muy enriquecedor para la colectividad y, a su vez, para toda la sociedad argentina. Por un lado, el proceso de discutir sobre nuestras aspiraciones hacia el futuro permite un espacio para reordenar algunas prioridades de la comunidad. Y por el otro, este mismo debate puede generar ideas valiosas para el futuro del país.
Mejor dicho, la colectividad coreana está atravesada por los mismos problemas que la Argentina, pero por su configuración cultural, tiene una versión alternativa para ver, sentir y contar la realidad. Este valor diferencial puede ser un ingrediente provechoso si como nueva generación de coreanos argentinos decidimos amoldar nuestro presente a una meta cardinal que pueda integrar a la colectividad al complicado engranaje de la agenda pública argentina.
De una u otra manera, ser dueños del propio futuro implica, ante todo, responsabilidad. Y esta responsabilidad se traduce en cultivar la capacidad de incorporar una visión a largo plazo. Si bien cada miembro de la colectividad es dueño de su propia opción y muchas veces su interés particular no se condice con el del conjunto, dejarle a la apatía la tarea de definir nuestro rol es sencillamente desperdiciar una gran oportunidad de progreso.
Yo creo que no existen los destinos predeterminados. Cada miembro de la colectividad es protagonista en este experimento en constante progreso y tiene el poder para tallar su propio destino y el del conjunto. Podemos ser meros espectadores o podemos desarrollar la capacidad de construir una agenda mucho más ambiciosa junto a la Argentina. Plantearnos ideas de orientación futura es, cuanto menos, una forma noble de agradecimiento a este país y a las generaciones pasadas.