En 1960 Corea del Sur tenía un PBI per cápita menor al de Ghana. El país estaba devastado, porque apenas unas décadas antes había sufrido la invasión del Imperio japonés y, luego de independizarse, una guerra prolongada con Corea del Norte. Con una extensión de tan solo un tercio del territorio de la provincia de Buenos Aires, Corea se encontraba sin recursos naturales explotables y sin una población capacitada. De hecho, era uno de los países asiáticos con mayor tasa de analfabetismo en la región. Parecía estar condenado a tener un futuro negro.
Frente a esta situación, Corea del Sur tomó una decisión cardinal: la mayor apuesta del gobierno fue en educación, que desde entonces se volvió una férrea política de Estado. Medio siglo después, los resultados son contundentes: los estudiantes coreanos son unos de los más competitivos del mundo. Alcanzaron los mejores resultados en matemática y lectura en los exámenes PISA de 2012 (quinto lugar), superaron así a todos los países europeos, incluyendo a Finlandia.
Asimismo, obtuvieron el mejor rendimiento del mundo junto a los estudiantes de Singapur en las pruebas PISA para la solución creativa de problemas complejos, un examen que evalúa la capacidad de los estudiantes para razonar de forma autónoma y resolver problemas de la vida real.
Hoy estos resultados se ven reflejados en su desarrollo: Corea del Sur es la onceava economía del mundo y uno de los mayores exportadores de tecnología e industria pesada.
Lo notable del caso coreano es que estos resultados no son un logro unilateral del gobierno. En realidad fueron y son los padres quienes cumplen un rol fundamental en la educación coreana. En 2009 el presidente de los Estados Unidos, Barack Obama, se refirió a la cultura del esfuerzo que inculcan los padres coreanos a sus hijos como un ejemplo a seguir para los padres estadounidenses. Puso como ejemplo el sacrificio que hacen por la educación y la prioridad que le asignan de manera incuestionable. La campaña de innovación impulsada por Obama para fortalecer la educación de los estudiantes de secundaria estadounidenses en ciencia y matemática se inspiró en la experiencia coreana.
Pero además de los padres, los alumnos surcoreanos también contribuyen con su cuota parte en este resultado: estudian 16 horas más a la semana que la media de los países parte de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OECD). El 98 % finaliza la educación secundaria, uno de cada cuatro sigue una carrera relacionada con la ingeniería y más del 60 % de la fuerza de trabajo entre 25 y 34 años tiene un título universitario o terciario; por lo que es una de las más calificadas del mundo, por encima de Israel y Estados Unidos.
Estas cifras no sorprenden. Es que no contentos con la educación formal de las escuelas, los padres coreanos invierten en promedio mil dólares adicionales por hijo cada mes en educación privada extracurricular. En el Instituto de Investigación de Samsung estiman que el 70 % de los ingresos de una familia se destinan a pagar las clases particulares en institutos fuera de la escuela, lo que pone en evidencia la prioridad que le asignan a la educación y el sacrificio que están dispuestos a hacer para brindarles la mayor cantidad de herramientas posibles a sus hijos. En 2009 los coreanos gastaron más de 19 mil millones de dólares en educación extracurricular. Más de la mitad de lo que se gastó en educación pública.
La educación es sin dudas uno de los pilares del éxito coreano. Sin embargo, pese a sus ventajas, esta obsesión por la educación no es del todo positiva, ya que roza extremos. En un día promedio el estudiante de secundaria surcoreano ingresa a la escuela a las 8 de la mañana y finaliza a las 4 de la tarde, asiste a institutos extracurriculares durante varias horas de la noche, vuelve a casa, dedica dos horas más de estudio individual y termina el día recién cerca de las 2 de la madrugada. Esta rutina responde a un propósito específico: obtener un buen resultado en los arduos exámenes nacionales de ingreso a la universidad.
En 2012 el gobierno coreano anunció que las secundarias suspenderían las clases los sábados para alivianar la rutina de los estudiantes, pero los padres coreanos se alzaron con quejas, tanto que algunas escuelas incumplieron la decisión. También prohibieron a los institutos privados dar clases pasadas las 10 de la noche, pero alentadas por una voraz demanda, muchas infringieron la normativa. En algunas zonas de Seúl hasta existen “distritos de estudio”, áreas en donde se aglutina una selva de institutos de clases privadas inundados por un mar de estudiantes entrando y saliendo como zombis.
El estrés que genera la presión educativa es una mochila pesada para los jóvenes. Los altos resultados de rendimiento académico se ven opacados por la sombra de algunos índices más tristes: los adolescentes coreanos son los más infelices del mundo. Y además, Corea del Sur tiene la tasa de suicidio más alta entre los países industrializados de la OECD. El suicidio es la principal causa de muerte en jóvenes entre 10 y 30 años.
Uno de los grandes desafíos del país asiático es repensar el proceso educativo para revertir las secuelas negativas de la presión y la competencia. Pero para una sociedad que carece de recursos naturales es una tarea difícil, ya que depende mucho de su capital humano para seguir creciendo económicamente.
El aspecto positivo de Corea nos muestra con clara evidencia que la educación es un motor muy poderoso de desarrollo cuando todos le asignan un lugar prioritario. El aspecto negativo señala los riesgos de llevarlo a un extremo.
Volviendo a nuestro país, hace unas semanas el diario Clarín publicó una encuesta de opinión pública en la que detalla que apenas un 15 % de los argentinos cree que la educación es uno de los principales problemas de nuestro país. Asimismo, en el ranking de problemas más importantes, la educación aparece recién en el octavo lugar, eclipsada por la inseguridad, la inflación, el desempleo y la corrupción.
En el mismo artículo también citan a varios expertos en materia educativa que presentan diferentes causas e interpretaciones de esta situación, pero en el fondo todos coinciden en lo mismo: mejorar la calidad de la educación demanda urgencia, pero no es un tema prioritario en la Argentina. No lo es para la agenda política ni lo es para la población en general. Y este descuido de prioridades coincide con un profundo deterioro de la calidad educativa, que quedó en evidencia en los últimos exámenes PISA, la vara externa y objetiva que nos mostró dónde estamos parados realmente.
La realidad es que en la Argentina nos debemos una reflexión profunda sobre la importancia de entender la educación como prioridad y para esto puede ser útil conocer las virtudes y los defectos de un país en donde ocurre exactamente lo inverso y la educación es una obsesión nacional del gobierno y de los ciudadanos.