En 1970, Walter Mischel, un profesor de la Universidad de Stanford, llevó a cabo un experimento para estudiar la gratificación diferida en las personas. Es decir, la capacidad que tiene una persona de controlar un deseo o una tentación para, en vez de recibir una recompensa instantánea, obtener algo de mayor valor en el futuro. El experimento es popularmente conocido como la prueba del malvavisco o Marshmallow experiment.
El ensayo consistió en ofrecer a niños de diversa edad —de cuatro a seis— un plato con un malvavisco (o una galletita) y dos opciones: podían comer el malvavisco o esperar un tiempo incierto ante la promesa de que obtendrían otro extra. Aquellos que tenían la capacidad de esperar unos 15 minutos obtenían como recompensa un segundo malvavisco. Durante las décadas siguientes, el profesor Mischel hizo un seguimiento de cada niño y encontró un correlato sorprendente. Los que habían sido pacientes en el experimento luego obtuvieron mejores notas en exámenes, mostraron menores índices de obesidad y alcanzaron puestos de trabajo mejor remunerados.
En 2012, la Universidad de Rochester llevó a cabo un estudio similar, pero con una diferencia sustancial. Antes de someterlos al mismo experimento, dividieron a los niños en dos grupos y realizaron un ejercicio previo. Al primero le prometieron reiteradas veces una recompensa mayor (pinturas y crayones para jugar), pero nunca cumplieron con la entrega. Con el segundo cumplieron todas las promesas. Al comenzar el experimento, la gran mayoría de los niños del primer grupo se comió el malvavisco sobre el plato sin esperar al segundo.
¿Qué podemos aprender de estos dos experimentos?
El ensayo del profesor Mischel habla sobre el universo personal e interno del individuo; sobre la capacidad de perseverar de una persona, de sobreponerse a los impulsos en pos de una apuesta optimista que hace al futuro. Pero el segundo experimento nos revela algo diferente y todavía más importante: para que un individuo cultive la capacidad de perseverar, los estímulos del sistema que lo rodea son cruciales. En otras palabras, la capacidad de una persona de apostar al futuro se ve profundamente afectada por los incentivos que genera su sociedad, pero fundamentalmente por la confianza que generan quienes, en definitiva, toman las decisiones que más pueden afectar su vida pública y privada: los gobernantes.
El otro aspecto relevante del experimento de Rochester es que recapitula la enorme importancia que tienen los precedentes en la construcción de confianza de un individuo con su entorno. Ante los adultos que constantemente les fallaron, los niños del primer grupo aprendieron que es más beneficioso aprovechar la recompensa del momento que creer en el futuro. Para ellos, durante el ensayo, la confianza perdió paulatinamente su valor hasta volverse una palabra totalmente vacía de contenido. Sus referencias en relación con lo que representaba la confianza se limitaban a las experiencias previas que les habían probado que las promesas no necesariamente se cumplían. En este sentido, los precedentes tuvieron un fuerte efecto pedagógico y crearon patrones de comportamiento.
Estas conclusiones son muy útiles, porque nos ayudan a comprender nuestra realidad como país. Si trasladamos estos experimentos a una perspectiva nacional, podemos advertir que la capacidad de un ciudadano y su afán de progreso son importantes, pero no suficientes para su desarrollo. La perseverancia o el esfuerzo de una persona se diluyen si no están acompañados por un Gobierno que genere los incentivos adecuados para que esa persona explote su potencial. Al ciudadano que no está respaldado por un Gobierno confiable le va a costar mucho más progresar y contribuir con sus capacidades al futuro del país. En resumen, que las personas de una sociedad puedan creer en sí mismas, progresar y adaptarse al largo plazo implica que los estímulos externos sean positivos.
Durante los años kirchneristas esta dinámica falló. La confianza en el Gobierno se vio reiteradas veces desafiada por los numerosos casos de corrupción y por la falta solución de algunos problemas neurálgicos de la Argentina como la inseguridad, la inflación y la pobreza. Ambas condiciones erosionaron la relación del Gobierno con la ciudadanía. Por ejemplo, en los últimos años no paramos de empeorar en los índices de percepción de la corrupción elaborados por Transparencia Internacional y, por otro lado, el Instituto Nacional de Estadística y Censos se volvió una usina de ficciones.
La derrota del kirchnerismo en las elecciones presidenciales es, tal vez, la manifestación de una mayoría de la sociedad que vio defraudada su confianza. Pero que demostró que tiene muchas ganas de recuperarla a través de Cambiemos y Mauricio Macri. En este sentido, el flamante Presidente tiene la oportunidad de recomponer una relación deteriorada, pero con mucho potencial. Y existen fuertes indicios de que esa oportunidad no va a ser desperdiciada. La confianza es uno de los ejes fundamentales de las propuestas de Cambiemos. En realidad, las tres propuestas recitadas incansablemente por Macri —pobreza cero, unir a todos los argentinos y derrotar el narcotráfico— buscaron sus cimientos en la esperanza de cada argentino. El resultado electoral demostró que los encontraron.
La confianza tiene un valor intangible, pero enorme, porque saca a relucir las mejores cualidades que tiene cada persona. Recompone la verdadera identidad de una nación y redirecciona sus fortalezas en sentido constructivo. Países enteros aislaron y resolvieron desafíos enormes gracias a ella. En esta nueva etapa de la Argentina podemos esperar un líder humilde que cree en las capacidades de cada argentino y comprende que la confianza es fundamental para el desarrollo personal de cada ciudadano.