Por: Leonardo Pizani
La corrupción no es sólo un problema legal, moral o ético, es un problema político de importancia mayor que está destruyendo la política y la democracia y corroyendo nuestras sociedades. La corrupción acaba con la confianza de la gente en sus dirigentes y de los ciudadanos en sus vecinos.
La corrupción por dinero -la que todos más directamente vinculamos al concepto- generalmente está tipificada y penada por la ley y puede ser perseguida, por lo que frente a ella siempre queda la esperanza de que las instituciones funcionen y de que los corruptos puedan ser castigados por la vía judicial.
Pero es sobre la corrupción de la política sobre la que queremos poner atención porque corroe la confianza entre la gente y, aunada a la del dinero, son capaces de liquidar las instituciones y hacer difícil la convivencia social.
Por la dinámica que genera de frustración y descreimiento, la corrupción política transmite una sensación de engaño y propicia salidas no democráticas, como sucedió en la Argentina del 2001 cuando se generó aquel grito desesperado “qué se vayan todos”, y que en la Venezuela de los 90 sirvió de caldo de cultivo para la irrupción de un caudillo militar.
La corrupción de la política, la politiquería, la negociación de carguitos y prebendas personales o para el partido, el toma y dame, el manoseo, es vivido por el ciudadano como una traición. Una deslealtad y un desprecio que deja la sensación de haber sido utilizado para fines no acordados previamente con él, que es desechado como un bagazo a ser recogido la próxima vez que se lo necesite. Eso es evidente hoy en el partido de gobierno y en sus seguidores.
Estas acciones políticas cuasi delictivas no tipificadas en la ley -frente a las que el ciudadano común y corriente se siente totalmente indefenso porque no tiene ni cómo ni ante quien reclamar- son las que más daño producen a la sociedad y a la democracia y es contra ellas que se espera que la sociedad civil organizada actúe.
Conductas cuasi delictivas
Sin partidos no hay democracia. Los Partidos Políticos son esenciales y es fundamental que los primeros en comprender esa gran verdad sean sus propios dirigentes para que puedan, responsablemente, actuar en consecuencia.
La sociedad está harta de la corrupción, no sólo porque muchos se han enriquecido vendiéndose y comprándose, también porque lo vive como una mera utilización de su presencia sin que ella represente ningún compromiso para los partidos.
Frente a la corrupción política que afecta la confianza de la gente, se desarrolla una relación perversa que llega a corroer las bases mismas de la sociedad democrática. Quizás esto explique el porqué en algunos países, ante gobiernos populistas cuyos dirigentes han hecho incluso ostentación de enriquecimiento ilícito, mucha gente los sigue votando – y hasta los comprende o justifica- a cambio de no sentirse traicionados. Se llega a preferir el autoritarismo al desprecio de la utilización.
En Argentina, a pesar de haber vivido procesos dictatoriales tan cruentos como los que han sufrido, ni la oposición ni el gobierno han logrado construir las bases de un programa que les sirva de punto de partida común y el fantasma de la inestabilidad de la democracia ronda permanentemente.
En Venezuela, la Mesa de la Unidad Democrática se ha ofrecido a la sociedad como un acuerdo programático y de principios fundamentado en la Constitución de 1999 y no como un acuerdo meramente electoral. Si los partidos no actúan en consecuencia – y hay algunas señales de que algunos no lo van a hacer- propinarán un nuevo golpe a su propia credibilidad y con ello a la lucha por la libertad y la democracia.
Ante la debilidad de las instituciones, quienes tienen la obligación de exigir honestidad, responsabilidad, transparencia y coherencia son las organizaciones de la sociedad civil.
En el caso de Venezuela, fue la denuncia de la corrupción la que llevó al poder a un caudillo militar y todo parece indicar que será su propia corrupción la que sacará del gobierno a sus herederos. La gente quiere y necesita gobiernos serios y decentes.
No se trata sólo de que el régimen de Maduro implosione corroído desde sus propias entrañas. Es imprescindible también contar con partidos y dirigentes que hoy están en la oposición y que mañana deben ser capaces de reconstruir responsablemente el país y sus instituciones democráticas.
El compromiso adquirido por los partidos de oposición alrededor de la unidad programática basada en el respeto de la Constitución Nacional es un logro fundamental de la sociedad civil. De la observancia de ese compromiso depende el futuro del país.
De la misma manera, la selección de candidatos idóneos, que se comprometan públicamente y sean capaces de llevar adelante el programa de la unidad sin traiciones ni deslealtades, es fundamental, no sólo para la gobernabilidad, también para el rescate de la credibilidad y el fortalecimiento de los partidos.