Por: Luis Gasulla
En junio del 2011, pocas semanas después de que estallase el escándalo Schoklender, viajé a Resistencia, Chaco, a conocer las obras de Sueños Compartidos, el programa de construcción de viviendas e inclusión social, que dirigió la Fundación Madres de Plaza de Mayo con fondos públicos, nacionales y provinciales. “Pero claro que hubo choreo, acá lo hubo, íbamos mitá y mitá“, me confesó con honestidad brutal el alto funcionario del entonces gobernador chaqueño, Jorge Milton Capitanich. En una entrevista personal para mi libro, El negocio de los derechos humanos, el “Coqui”, en cambio, explicaba el desfalco porque “Sergio Schoklender era un loco, estaba enviciado”. Así justificaba el desvío de fondos públicos por la supuesta obsesión al juego del ex apoderado de la Fundación. Pero el hijo putativo de Hebe de Bonafini se alojaba en el hotel más caro y prestigioso de Resistencia, Amerian, pero jamás nadie lo vio jugando a las fichitas en su casino.
En noviembre del 2012, una semana antes de la publicación de mi libro, Sergio Schoklender se ofuscó cuando le pregunté por las tasas de retorno que se pagaban a funcionarios nacionales y provinciales para realizar las obras y esquivar los controles correspondientes. “No le saqué un peso a nadie” me dijo en la puerta del juzgado de Norberto Oyarbide, en la época en que el polémico juez estaba a cargo de la investigación. La información fue chequeada por dos fuentes dentro de la Fundación, por un arquitecto que se desempeñaba en el Chaco y, meses después, por uno de los implicados que me contó, con lujo de detalles, cómo era el manejo de dinero. Desde ya, Hebe de Bonafini autorizaba los pagos, Sergio “arreglaba” y los funcionarios recibían. Sueños Compartidos era una pantalla ideal para publicitar la gestión del gobierno nacional. Todos ganaban. Cristina construía casas con las Madres de Plaza de Mayo, símbolo de la resistencia a la última dictadura militar y al menemismo. Bonafini sentía que influía en el poder y Sergio Schoklender hacía sus propios negocios privados a través de su empresa constructora Meldorek. Los gobernadores e intendentes como Sergio Massa, Alejandro Granados y Darío Giustozzi, recibían a la Fundación con los brazos abiertos. Tenían la prensa asegurada a través de la consultora de Doris Capurro, otra socia clave en la ensalada de fondos públicos manejados como si fuesen privados. Jorge Milton Capitanich fue más allá y firmó más convenios que ningún otro gobernador para estar bien con la Casa Rosada. Los empresarios constructores chaqueños denunciaron que la competencia era desleal y que no había controles. Las advertencias fueron desoídas.
La Auditoría General de la Nación demostró lo que publiqué en noviembre del 2012 pero se quedó corta. Sólo el 30% de las viviendas prometidas se terminaron. La adjudicación de viviendas se manejó de forma discrecional, se desviaron fondos públicos, no hubo control estatal y existió corrupción. El punto que el organismo de control comandado por Leandro Despouy no incursionó pues, el informe se basó fundamentalmente en el programa Sueños Compartidos, fue en el manejo de la Fundación como una caja política. “Nosotros pagamos y financiamos más actos que La Cámpora y el Movimiento Evita juntos”, me explicó uno de los tesoreros despedidos por Bonafini en uno de sus últimos ataques de ira. “De acá salió la plata para pagar campañas políticas como la frustrada de Abel Fatala -funcionario del Ministerio de Planificación, Amado Boudou e incluso la presentación de un libro de gestión del gobernador del Chaco en la Feria del Libro” prosiguió la fuente que teme por su vida. No exagero. Fue testigo de valijas voladoras y diálogos increíbles entre funcionarios, la Madre y gobernadores. Es la historia que Jorge Milton Capitanich prefiere no contar mientras que se enoja con el informe de la AGN.