Por: Luis Secco
Cada vez que la opinión pública apostó a que Cristina Kirchner haría las cosas de manera diferente y que corregiría el rumbo de colisión de un modelo condenado al fracaso desde su mismo comienzo, se equivocó. Incluso, vale la pena recordar que CFK ganó las elecciones presidenciales de 2007 bajo el lema del cambio. Cambio que no se produjo y que incluso se transformaría en el “vamos por todo” de las elecciones de 2011. Sin embargo, una y otra vez, la Presidente obtuvo el beneficio de la duda. Y durante mucho tiempo, para la mayoría de la opinión pública, no se trataba de un gobierno que ignoraba cómo resolver los problemas sino que necesitaba de tiempo para hacerlo. Y me incluyo: el año pasado, como muchos otros, creí que el gobierno corregiría el rumbo cuando se diera cuenta de que su política fiscal, monetaria y cambiaria terminarían en una recesión más profunda de la prevista. Pero, una vez más, la opción fue redoblar la apuesta. Más cepo y más atraso cambiario, más gasto público y más déficit financiado por el BCRA. Amén de la profundización del intervencionismo y la discrecionalidad del poder Ejecutivo sobre las instituciones y los mercados.
La economía lleva ya cuarenta días en un tercer plano. El foco está puesto en los procedimientos judiciales y las consecuencias electorales de la muerte del fiscal Alberto Nisman. Pero difícilmente la dinámica económica pueda permanecer imperturbable durante mucho tiempo más. El ancla política, la gobernabilidad, fue clave para entender por qué no se aceleró aún más el proceso de deterioro económico de los últimos 7 años. Hoy, producto de las respuestas del gobierno y de las repercusiones de la muerte de Nisman en la opinión pública, esa ancla es más liviana. Y podría alivianarse aún más si la confrontación política e institucional ganase velocidad.
El gobierno promueve la idea de un “golpe blando” o “golpe judicial”. Asimismo, aprovecha cualquier acto u opinión en el cual se critica al Ejecutivo para plantear que se trata de un hecho anti-democrático. Nos propone un reduccionismo extremo de la noción de democracia y de república, el cual supone que lo único que importa son los votos y lo que hacen o sostienen los que los obtuvieron. Esta actitud ha vuelto verosímil la hipótesis de que el gobierno busca crear las condiciones para, eventualmente, desconocer fallos judiciales y hasta procedimientos electorales.
La presidente tiene la oportunidad de despejar todas las dudas. En sus discursos del #1M (se espera que haya dos: el dirigido a la Asamblea Legislativa abriendo las sesiones ordinarias y otro dirigido a quienes formen parte de la movilización convocada en su apoyo para ese día), CFK puede apostar por más confrontación, y confirmar las peores hipótesis de avasallamiento institucional, o puede intentar moderarla y moderarse. Si hiciera esto último le haría un gran favor, no sólo a la República, sino también a la dinámica económica. En efecto, el gobierno se va quedando corto en atajos para evitar que una corrección (aunque sea parcial) de los desequilibrios macro se produzca en su último año de mandato. Sólo la cercanía de las elecciones, la presunción de que el candidato oficial ha quedado fuera de la carrera presidencial y la expectativa de un cercano cambio de régimen económico, pueden explicar por qué al gobierno todavía le queda alguna chance de mantener el status quo y dejarle toda la tarea al próximo gobierno. En este marco, la Presidente podría acelerar los tiempos de la inexorable corrección macro si se inclina por intensificar la confrontación, poniendo en riesgo, aún más, la gobernabilidad. Tiene este domingo y frente al Parlamento, su mejor última oportunidad para poner en claro que no lo hará.
Lamentablemente, no debería sorprendernos si elige el camino contrario. Hemos caído en un estado de decepción permanente por apostar a un cambio que nunca llega. Si realiza una movida anti democrática o inconstitucional el domingo, no debería sorprendernos. Si insiste con lo de “ellos contra nosotros”, no debería sorprendernos. Si promueve una vez más el reduccionismo sin ideas, no debería sorprendernos. Si no modera su violencia dialéctica, no debería sorprendernos. Si no abandona su visión maniquea del mundo, no debería sorprendernos. Si no le permite al vicepresidente Amado Boudou que presida el acto de apertura de sesiones, no debería sorprendernos. Si no deja entrar a representantes de la oposición al recinto de sesiones, no debería sorprendernos.
Mientras escribo “no debería sorprendernos” me doy cuenta que ese es el problema. Nos hemos ido acostumbrando a formas y actitudes reñidas con el estado de derecho, con las mejores prácticas republicanas y con lo que ha funcionado y funciona en los países a los que le va bien. A la Argentina no le va a ir bien si nos olvidamos de las bondades de la libertad de expresión; de las bondades del debate entre gente que piensa diferente; de las bondades de la independencia de los poderes del Estado; de las bondades de los controles constitucionales; y de las bondades de la transparencia, la competencia y las libertades económicas.
La historia argentina reciente es un cementerio de “mejores últimas oportunidades” de retomar el camino del progreso. Esperemos que ésta no caiga en ese cementerio; aunque si así fuese tampoco debería sorprendernos.