El abordaje de la peligrosidad en el funcionamiento de la Justicia es un elemento indispensable que, aunque se toma en cuenta en todas las legislaciones del mundo, se ha eliminado como instrumento jurídico en nuestro territorio, contrariando el sentido común y los reclamos de la ciudadanía. Retomar el concepto de peligrosidad es reforzar el vínculo de la psiquiatría y la psicología en una interacción imprescindible con el derecho penal.
En Argentina, los jueces y los fiscales no pueden valorar si una persona, acusada de cometer un delito, es peligrosa para sí o para la sociedad, como paso previo a decidir si debe estar detenida o no durante el juicio. Lo que es habitual en sociedades más civilizadas acá no se puede. No importa si el autor de un delito fue atrapado in fraganti, si utilizó armas para cometer el hecho, si hirió a alguien o si en el pasado fue detenido veinte veces por hechos similares. Estos aspectos, que en cualquier lugar del mundo denotarían peligrosidad, entre nosotros desde hace unos años son un tema tabú que no se puede mencionar y mucho menos valorar. Si el delincuente está en situación de provocar algún daño a sí mismo o a sus semejantes, a nuestra Justicia no le importa.
El concepto de peligrosidad se desvirtuó entre nosotros a través de una maraña de normas y jurisprudencia dirigidas a que no haya castigo para el delincuente. Esos instrumentos jurídicos desviados tergiversan la punición en cuanto se fundan en una orientación abolicionista de las penas y garantistas del delito.
Gracias al paso de Raúl Zaffaroni por la Corte Suprema de Justicia y al copamiento de su doctrina de las cátedras universitarias de la mayor parte de las universidades nacionales y de una buena parte de las privadas, hoy la formación de abogados se encolumna detrás de ideas insostenibles y refutadas por el incremento del delito. Digo “se encolumna” para describir el acatamiento de la monotemática teoría zaffaroniana sin informarse, investigar y cotejar otras ideas. Se lo toma como como verdad revelada en la formación o la aplicación del derecho penal.
Mi tema no es el derecho, es la conducta humana. Pero resulta paradójico que mientras jueces y fiscales no pueden hablar de peligrosidad de un delincuente para fundamentar su detención preventiva, los psiquiatras y los psicólogos todos los días debemos decidir situaciones en las que la valoración de la peligrosidad de una persona es el eje central para saber si debe ser internada o no. La ley de salud mental 2011, en su artículo 20 dispone que la internación voluntaria “solo podrá realizarse cuando a criterio del equipo de salud mediare situación de riesgo cierto o inminente para sí o para terceros”. Ese riego alude incuestionablemente a una situación de peligro.
Si un profesional de la salud dice “peligroso”, es peligroso y así se debe nombrarlo para que la praxis no sea equívoca.
¿Por qué lo que para una disciplina es imprescindible para otra es tabú? ¿Por qué desde la interpretación del Código Penal esta palabra es mala palabra? ¿Entiende el ciudadano de a pie lo que significa “peligroso”?
Si según la definición de la Real Academia Española, por peligroso se entiende ‘algo que pueda causar daño’ o ‘la persona que puede causar daño o cometer actos delictivos y que habitualmente lo hace’, lo peligroso existe y así debe llamarse.
Las palabras no tienen ideología, las personas se la adjudicamos. Y si se evita usar la palabra “peligrosidad” para no imputar a quien presuntamente puede ser inocente -aun cuando cuente con un frondoso prontuario y haya sido pescado in fraganti-, se fuerza con el lenguaje una realidad que porfiadamente se nos impone. Y para peor, bajo la deformación de no estigmatizar se borran los límites éticos.
Si se dice “la peligrosidad del violador consiste en que su capacidad de reincidencia es alta, considerando que el perfil psicológico que porta lo hace indefectiblemente reincidente”, ¿por qué debería el magistrado que lo juzga modificar, retorcer o ignorar un diagnóstico científico y cambiarlo por una mirada subjetiva, propia de un lego en la materia como puede serlo un magistrado que no tiene formación psicológica?
¿Para qué piden el informe de pericia psicológica? ¿Para ignorarla? ¿Por qué los jueces quieren ser psicólogos?
Sabemos por estadísticas extranjeras -porque las nuestras no existen- que un 70 % de los delitos violentos tienen al consumo de tóxico como causal por estar bajo efectos de dicho consumo o para conseguir sustancia. ¿Consideramos eso peligroso?
Si tenemos la posibilidad eleccionaria de tener autoridades sospechadas de participar en el crimen organizado del narcotráfico, ¿puede ser eso peligroso?
Si decir peligroso es estigmatizar bajo los resabios del perfil lombrosiano, caemos en la superficialidad del fenotipo de rasgos observables para determinada especie. Sin embargo, desde César Lombroso (1835-1909) autor de La clasificación de los delincuentes hasta hoy, la ciencia ha estudiado y desarrollado perfiles psicológicos precisos que hacen de la fina observación una herramienta imprescindible para poder decidir científicamente cuándo un individuo representa un peligro cierto para sí o los demás.
La psicología y la psiquiatría en general y el psicoanálisis en particular nos brindan elementos para el minucioso análisis de conductas, rasgos de carácter y patologías del psiquismo para que desde el pensamiento científico se tenga claro el concepto de peligrosidad y sus posibilidades de daño colateral micro y macro social con bajas posibilidades de error. El proyecto de reforma del Código Penal, afortunadamente no aprobado en nuestro país, entre muchas otras falencias proscribía expresamente la evaluación de la peligrosidad, privándonos del amparo de una ley justa que erradique la impunidad.
Pero no es inocente este sembradío de ideologías que mutan ley por caos. Es un diseño político que desprotege al ciudadano de lo que más necesita, que la ley lo ampare, con el único fin de protegerse a sí mismos en sus prácticas corruptas.
Esa trasmutación crea la paradoja de que lo peligroso sea tan necesario de precisar en disciplinas científicas como la psiquiatría y la psicología, mientras que es vetado en nuestra disparatada aplicación del derecho.
¿Será que la salud mental y la Justicia justa son incompatibles?