En Venezuela y en la Argentina se viven procesos políticos con algunos puntos en contacto. Gobiernos caracterizados como populistas de izquierda, que cuentan con bases de apoyo en las clases populares, generan fuertes resistencia en sectores importantes (no mayoritarios) de la población, sobre todo grupos de clase acomodada y clase media en las grandes ciudades. La implosión de los partidos que históricamente representaban a esas clases medias (AD y COPEI en Venezuela, la UCR en Argentina), sin embargo, ha dificultado la traducción de ese descontento en un proyecto político encolumnado detrás de una alternativa partidaria concreta, aunque en el caso venezolano, y luego de varios años de oscilación, el liderazgo de Henrique Capriles se ha solidificado. En Argentina, sin embargo, existen varios proyectos personales incipientes que no terminan de instalarse como liderazgos unificantes (Mauricio Macri, Hermes Binner, y otras figuras de menor instalación nacional.)
Frente a la debilidad de los partidos y liderazgos de centroderecha, la respuesta ha sido en gran medida la movilización directa y (relativamente) autoconvocada de los sectores opositores. Marchas, cacerolazos, “escraches” y abrazos a instituciones, activismo en redes sociales: todas estas acciones hablan de una importante capacidad de activación y organización de los sectores opositores. Es probable que, de existir un partido que exprese de manera acabada un programa afín, estos grupos elegirían no tomar la calle; sin embargo, no deja de ser significativo que, frente a la ausencia de esta herramienta partidaria, lo hagan.
Lo interesante, desde un punto de vista un tanto más separado del día a día político, es que vemos que hoy se están dando al interior de los grupos de intelectuales y activistas de estos sectores que, a falta de una mejor etiqueta, podríamos llamar centroderecha, debates que hasta este momento parecían ser propiedad exclusiva de la izquierda. Sólo hay que recordar, por caso, las fuertes discusiones que se dieron al interior del MAS boliviano en el cambio de siglo sobre si era correcto desarrollar una alternativa partidaria orgánica o no, o la renuncia de algunos grupos piqueteros argentinos de articularse explícitamente con un partido político. (Eso sin mencionar la multiplicidad de movimientos de izquierda inspirados en la máxima de John Holloway de “Cambiar el mundo sin tomar el poder“.)
Periodistas y ensayistas reconocidos, activistas en las redes sociales y políticos opositores debaten preguntas como cuál es la relación adecuada entre movilización social y representación política; cómo combinar autonomía de la sociedad civil con liderazgo político; de qué manera alentar la autoorganización sin que esto signifique quedar a merced de los grupos más radicalizados del movimiento, y otras. Durante los años noventa, estas preguntas eran objeto de discusión cotidiana entre los militantes de los movimientos sociales y organizaciones de la sociedad civil de izquierda, pero hoy estos debates parecen haberse ampliado a sectores que, por momentos, parecen haberse enamorado súbitamente del poder y la mística de una movilización directa que hasta hace poco tiempo, muchos rechazaban, en nombre del fortalecimiento de las instituciones liberales y representativas.
Dar el debate y tomar posición sobre temas tan centrales como cómo combinar movilización y representación, poder autónomo de la sociedad y liderazgo del político es algo que toda pluralidad política debe hacer en una sociedad democrática. No puede ser sino un dato positivo que organizaciones e intelectuales de los sectores sociales que hoy están movilizados discutan de manera explícita los dilemas y trade-offs que son inherentes a la vida en una comunidad democrática madura.